--Es que salvando honrosas excepciones, el
empresario mexicano se compromete cada vez menos para cualquier cosa que no
sean sus negocios, sus utilidades.
Ramón Alberto Garza, director de Reporte Índigo y uno de los periodistas
más acuciosos de México planteó esa crítica mientras comíamos en La Embajada. Era una tarde plácida pero
repleta de novedades políticas. Me había compartido una exclusiva sobre
empresarios lavadores de dinero en Guadalajara, en complicidad con el gobierno
de ese Estado. Luego vería publicado lo que en aquella comida me comentó: “Y el
nuevo altruismo empresarial sólo tiene validez para ser desplegado en un
incestuoso desfile de rostros y marcas, en las páginas de Quién, Hola! o en los
suplementos sociales”.
--Coincido – responde el magnate a su
subordinado Frederick T. Gates, esta mañana lluviosa de 1913 en Nueva York --.
Mi colega Andrew Carnegie también hace obras de caridad, igual que yo, pero su
motivación es la autopropaganda.
Frederick T. Gates no quiere contradecir a
su jefe, pero se ve obligado a abrir su informe con un comparativo en cifras:
mientras el magnate ha destinado a la filantropía en las últimas dos décadas
134 millones de dólares, Carnegie ha donado 179 millones de dólares. La
diferencia no es menor.
--¡No hice mi dinero firmado cheques! – le
replica el magnate.
La verdad es que Frederick T. Gates se sabe
la única persona capaz de pedirle donativos a un tacaño como lo es el magnate,
que para algunos gastos cree ganar los 3.5 dólares que recibía como joven
jornalero de Cleveland (“¿cuantos han empezado con menos dinero que yo?” se
pregunta frecuentemente).
--Es que está secuestrado por sus intereses,
silenciado por sus complicidades. – sentenció Ramón Alberto Garza. Atendí en
silencio sus palabras y le di la razón. Sin embargo, también es cierto que la
filantropía se ha incrementado últimamente en innumerables esfuerzos mundiales.
Y está más vigilada que antes en casi todos los países. Claro, menos en México,
donde impera el versículo I de san Pedro: “la caridad puede ocultar muchos
pecados”.
Gates había salido en punto de las diez de
la mañana de ese frío febrero de 1913, de las oficinas de Broadway número 26,
sede de Standard Oil, con su informe bajo el brazo y había viajado en coche
hasta la finca de Pocantino Hills, cercana a Nueva York. Ahora tenía media hora
en la mansión georgiana de siete pisos, que según su propio dueño, “es un ejemplo
de lo que habría hecho Dios si tuviera dinero”.
Frente a él está el hombre más rico del
mundo.
John D. Rockefeller lee el informe de Gates
y luego firma a disgusto el cheque sosteniendo una pluma de ganso con sus dedos
largos y huesudos. Mientras espera, Gates medita en la progresiva decrepitud de
su jefe: es un esqueleto encorvado, de piernas largas, obligado a alimentarse
sólo con pan y leche porque su aparato digestivo quedó atrofiado de por vida.
-- La filantropía de usted es más sincera
-- se permite opinar Gates--. Nos ha costado mucho pero el Instituto
Rockefeller para la Investigación Médica es ya el primero en su tipo. En el
anexo le señalo la obtención de la vacuna contra la fiebre amarilla y avances
sobre parálisis infantil y neumonía. El problema es que Dios escribe derecho
sobre renglones torcidos y no avanzamos como quisiéramos.
--Por eso yo solo creo en mi médico
naturista y no en los supuestos avances científicos.
Ramón Alberto Garza tampoco es optimista
sobre gran parte de la clase empresarial: “Desde mediados de los 90, cuando la
crisis financiera obligó a muchos empresarios a extender la mano para pedir
caridad y la salvación del gobierno, el perfil empresarial de México viene a la
baja”.
Rockefeller deja que su interlocutor se
explaye: calcula cada cifra que escucha, mide cada argumento y luego lo mira
sin parpadear:
-- Pero dígame, Señor Gates, ¿hay alguna
enfermedad que afecte a un gran número de personas, de la que mi Instituto
conozca todos los detalles y pueda curar, no en un 50 u 80 por ciento de los
casos, sino al 100 por ciento?
Frederick T. Gates permanece mudo, sin
saber qué responder. El silencio se prolonga casi un minuto, hasta que el
propio Rockefeller, con una sonrisa cortés, zanja el bochorno creciente de su
interlocutor:
--No se preocupe: no me puede decir lo que
no sabe.
Tomé el último café con Ramón Alberto Garza
en La Embajada antes de salir a
caminar por el corredor de restaurantes del Main Entrance. Lo acompañé hasta su
camioneta donde lo esperaba su chofer. La pregunta pragmática de John D.
Rockefeller no la supo responder Frederick T. Gates en aquella mañana de 1913.
1 comentario:
Como siempre Eloy, una lectura amena, ligera y reflexiva, muy interesante ver como en la historia se repiten tanto los momentos, solo cambian los nombres. Pero bueno, solo un comentario sobre la fundacion Rockefeller, en las ultimas decadas ha salvado a mucha gente de la hambruna, una iniciativa que comenzo en Mexico para ese proposito fue el de investigar como mejorar la resistencia y la productivdad del maiz y posteriormente del trigo para que mucha gente no perdiera sus cosechas, el dia de hoy es el CIMMYT, con base en Texcoco, pero que esta en muchos paises y sigue vigente y ayuda a mucha gente a tener mejores rendimientos y por lo tanto mas alimento. Centro Internacional de mejoramiento del Maiz y Trigo. Es impresionante la labor tan importante que hacen y tan discreta su presencia.
Solo una anecdota que me sorprendio cuando supe su origen.
Saludos y un abrazo Eloy!!
Said Mohamed
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