26 noviembre 2013

LA DIGNA MUERTE DEL PADRE BIGOTES



--Así que quieres fundar una asociación por el derecho a morir dignamente. Lo que pretendes es legalizar la eutanasia, que en México sólo se permite a enfermos desahuciados. Soy abogado, pero también católico y no comparto tu creencia.

Yo no tenía la menor duda de que mi asesor legal era un hombre de fe: su despacho era un santuario con crucifijos y veladoras compitiendo en espacio con expedientes jurídicos.

-- ¡Pero si lo hago a partir del evangelio! -- le contesté --. Quiero presentar una iniciativa ante el Congreso porque nadie tiene derecho a mantener con vida a un paciente que ha elegido morir. Para esto me inspiré en un viejo amigo de mi familia: Amando Martín Benito, el Padre Bigotes. Era vasco, de Sanfuentes, Vizcaya y había emigrado a México en 1982. Decía tener “dudas razonables” sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe, y como castigo, el Obispo lo mandó de párroco a una capillita guadalupana en medio del desierto fronterizo.

El abogado se acomodó mejor en su escritorio para atender mi historia. Le conté como preámbulo que al Padre Bigotes lo conocí en 1983 en la capilla ubicada frente a mi casa.

En aquel domingo memorable sólo yo de mi familia asistí a misa y apenas terminó crucé corriendo la calle para contarle a mis papás la buena nueva: “Hoy vino un cura chaparrito, flaquísimo y güero que en vez de queridos hermanos nos dijo pendejos coños, regañó a mentadas de madre a las mujeres que no atienden a sus maridos y usa el bigote más grande que yo haya visto en mi vida”.

Apenas terminé de narrarle a mis padres mi historia alucinada, cuando el Padre Bigotes se apersonó en nuestra cochera, nos saludó con voz cavernosa, sacó un cigarro, pidió una cerveza y se sentó a platicar con nosotros, en una charla continua que duró más de diez años hasta el día en que ya de viejo perdió la salud y la razón al mismo tiempo. En el ínter fuimos más de cien veces a pescar jaibas con atarraya a las lagunas costeras de Matamoros, que luego en plan de broma vaciaba vivas en la sala de mi casa para desesperación de mi madre.

Mientras me escuchaba, el abogado hojeó leyes y códigos cavilando su negativa a la eutanasia, y encendió un cigarro. Luego se quedó mudo y rígido detrás de su escritorio:

--Pues lo menos que esperan los fieles es a un cura loco de remate. Por eso ya no tengo ganas de estar aquí.

La mujer gorda y ajada, asistente de la parroquia, está molesta y el Padre Bigotes finge no escucharla porque se sienta en el sillón de su casa parroquial, a ver el partido de los Lakers por televisión y a manotazos le pide que se aparte de su campo de visión porque “con una pelota tengo”. Están a un paso de gritarse, pero el propio padre anula cristianamente el pleito sacando dos cervezas del refrigerador: una para él y otra para su asistente.

--Hay, señora mía, ¿ya se le olvidó que esta iglesia de Guadalupe era una capillita de tablones podridos? – El Padre Bigotes explica sus propios méritos como si fuera una homilía --. ¿Y que este viejo bigotón levantó una Iglesia enorme, de la nada, para beneficio de cientos de fieles? Todo en menos de un año. C’est finite.

Termina el juego de la NBA y el Padre Bigotes habla tiernamente sobre su madre: cuando la artritis le deformó los dedos de la mano siguió lavando con los muñones la ropa de sus hijos. Y recuerda a su hermano mayor que fue soldado falangista. Le cuenta a su asistente, ya sosegada, que en mitad de la batalla a trescientos metros de la trinchera se divisaba una ametralladora del enemigo. El sargento pidió un voluntario que fuera tras ella. El hermano del Padre Bigotes no se decidió por valiente sino porque su madre les había enseñado a los dos que cuando nadie quiere hacer algo, uno tiene que apuntarse cueste lo que cueste. Fue por la ametralladora y de milagro salvó la vida.

A su regreso al pueblo de Sanfuentes lo homenajearon como héroe nacional; se bebió esa misma noche con su hermano menor dos botellas de jerez en un hostal y de vuelta a casa, más borracho que el Padre Bigotes, el pobrecillo cayó en una zanja y quedó parapléjico para siempre.

--¿Y por el hermano del dichoso Padre Bigotes quieres legalizar el suicidio asistido? – Mi asesor legal cerró el último de sus ejemplares de código civil y lo arrojó a un cajón de su escritorio --. Te aclaro que en México dejamos morir a muchos pacientes por falta de medicamentos o una buena hospitalización. Pero a eso le llamamos eutanasia pasiva.

--¡Pues yo la quiero activa! – reclama el Padre Bigotes a su asistente –. No le acepto que se vaya de aquí y me deje. Voy a construir un asilo y usted como las demás viejas gordas me va a ayudar a hacerlo, así tenga que cortarme los cojones.

La mujer mira perpleja al párroco que fuma y sostiene con su mano la cerveza. La exaspera mucho, sobre todo desde que, en el último Sábado de Pascua, para ahorrarse la fastidiosa bendición del agua en jarros y vasos que llevaban los vecinos, al Padre Bigotes se le ocurrió comprar cuatro tanques de polietileno, los llenó con una manguera hasta el borde y tras bendecir cada recipientes dijo a la multitud atónita: “ahora sí, despáchense a gusto”.

--No es por el hermano parapléjico – le aclaré al abogado, antes de despedirme y salir de su despacho con una sensación de injusta derrota --. Es por la memoria del propio Padre Bigotes: finalmente construyó su asilo en Río Bravo, “Hogar Quietud”, y se fue a vivir ahí. Murió en junio de 2011, protestando ante el mundo porque su agonía le resultaba indigna, batallando para conseguir medicamentos y una buena asistencia médica.

¿Acaso no merecen todos los seres humanos, como él, elegir su destino final y dimitir cuando la vida se degrada más allá de ciertos límites? ¿No es parte de su libertad como cristianos? ¿Y no podemos dedicarles una mínima empatía compasiva a los enfermos que sufren sin esperanza alguna?  

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