--¿Y de
cual de sus ancestros heredó el don de sanar los males del cuerpo? – le
pregunto a la vieja curandera. Es pequeña y enjuta como nuez seca, pero sus
orígenes no son mazatecos porque sus ojos lucen verde malva y su piel es blancuzca,
aunque vive en Huautla de Jiménez, al lado de la iglesia de San Juan
Evangelista.
--No se lo
diré porque es secreto de familia. Pero uno de ellos sanó a la humanidad entera
de la Primera Guerra Mundial. Le decían el Señor H.
Sonrío
incrédulo, creo que habla en sentido figurado o simplemente miente, pero más
tarde caigo en la cuenta de que dice estricta y literalmente la verdad. Trato
de sacudirme los insectos que pugnaban por subir por mis pies y mis tobillos.
Ella, en cambio, sigue estudiando mi semblante.
--Está
usted mal.
--Pues aún
así pasaré—le respondió la mujer fantasma a don Horacio, el portero de
Telégrafos de México. Entró muy segura por las puertas principales y don
Horacio no supo qué hacer (el sereno acababa de dar su rondín, encendiendo los
faroles nocturnos de aceite para alumbrar las calles de la ciudad de México en
aquel año de 1917).
Esa noche,
cuando se le apareció al portero aquella la mujer, Europa se reducía a
escombros a causa de la Primera Guerra Mundial. En México gobernaba Venustiano
Carranza y mediante un telegrama secreto, los alemanes le habían prometido a
nuestro mandatario armas y dinero si atacaba Estados Unidos con la única condición
de que apoyáramos al Káiser Guillermo II de Alemania.
--Tengo que
pasar al archivo de las copias de telegramas recientes, don Horacio, con su
permiso o sin él – Lo amenazó la mujer, mientras abría un costalito de
terciopelo negro y extraía tres monedas de oro relucientes. Las volvió a meter
y le entregó el bulto al portero.
--Pesa
poquito: se sienten como piedras – dice, sopesando el volumen con sus manos.
--¡Pues le
atinó!—le respondo a la curandera – son piedras en un riñón, cálculos renales
que sufro desde hace meses. Pero no sea mala y mejor cuénteme la historia de su
antepasado, el tal Señor H. que curó a la humanidad de la Primera Guerra
Mundial.
--No podrá
convencerme de que lo haga –dijo, cruzando sus brazos como niño caprichoso: era
imposible que don Horacio imaginara que la mujer aparecida en las puertas de
Telégrafos de México estaba dispuesto a matarlo si fuera necesario.
En 1917, México
era un país estratégico para los alemanes. Estados Unidos (hasta entonces
neutral), no se decidía a entrar en guerra y el Ministro de Asuntos Exteriores
de Alemania, Arthur Zimmermann había mandado un telegrama en clave a
Washington, de donde se reenviaría a la Embajada alemana en nuestro país, para
invitar al gobierno mexicano a atacar a su vecino del Norte.
Pero los
británicos interceptaron el telegrama y descifraron el mensaje del ministerio
alemán, aunque se enfrentaban a un dilema: si hacían público el mensaje en
clave, los enemigos cambiarían de inmediato sus códigos secretos. Pero si no lo
hacían, los norteamericanos seguirían sin entrar en guerra como aliados suyos.
El dilema se resolvió gracias a un error de los alemanes: al reenviar su
telegrama de Washington a México, lo hicieron por línea comercial, para no
levantar sospechas. Y como la embajada alemana en nuestro país no conocía las
claves secretas, se lo tuvieron que enviar con un código antiguo, fácil de
descifrar.
A los
británicos les bastó enviar a un agente secreto a Telégrafos de México y robar la
copia del telegrama. Pero esto no lo entendió don Horacio cuando la mujer
fantasma le dio el costalito con las tres monedas de oro.
--Está
bien—me dice resignada la curandera, mientras me receta infusiones de tomillo y
albahaca para aliviar mis cálculos renales --. Le contaré la historia que nadie
sabe de mi antepasado, si me promete no divulgarla hasta que yo muera. Para
empezar, no era el Señor H., sino la Señora H.
--Prometido.
Mi boca será una tumba – respondió don Horacio cuando la mujer fantasma revisó
cada copia de los telegramas y extrajo uno con el sello de Western Union. ¡Era
el que buscaba! Lo dobló en cuatro partes y se lo metió en el corpiño. Luego
huyó por las puerta principal del edificio, sin despedirse de don Horacio.
Al día siguiente,
con la copia de ese segundo telegrama, los británicos demostraron al mundo que
Alemania pretendía atacar a los Estados Unidos; los norteamericanos le declararon
de inmediato la guerra y su participación en esa conflagración mundial le dio
la victoria en menos de un año a los aliados: Francia, Reino Unido y Rusia.
--¿Y qué
relación tiene usted con la Señora H. que robó la copia del telegrama Zimmermann?
La mujer me
conduce a la puerta de su choza, recibe el dinero que le doy y a duras penas me
responde, mientras admiro la austera belleza de la Iglesia de San Juan
Evangelista:
1 comentario:
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