22 noviembre 2013

LA CURANDERA Y EL TELEGRAMA ZIMMERMANN

--¿Y de cual de sus ancestros heredó el don de sanar los males del cuerpo? – le pregunto a la vieja curandera. Es pequeña y enjuta como nuez seca, pero sus orígenes no son mazatecos porque sus ojos lucen verde malva y su piel es blancuzca, aunque vive en Huautla de Jiménez, al lado de la iglesia de San Juan Evangelista.  

--No se lo diré porque es secreto de familia. Pero uno de ellos sanó a la humanidad entera de la Primera Guerra Mundial. Le decían el Señor H.

Sonrío incrédulo, creo que habla en sentido figurado o simplemente miente, pero más tarde caigo en la cuenta de que dice estricta y literalmente la verdad. Trato de sacudirme los insectos que pugnaban por subir por mis pies y mis tobillos. Ella, en cambio, sigue estudiando mi semblante.

--Está usted mal.

--Pues aún así pasaré—le respondió la mujer fantasma a don Horacio, el portero de Telégrafos de México. Entró muy segura por las puertas principales y don Horacio no supo qué hacer (el sereno acababa de dar su rondín, encendiendo los faroles nocturnos de aceite para alumbrar las calles de la ciudad de México en aquel año de 1917).

Esa noche, cuando se le apareció al portero aquella la mujer, Europa se reducía a escombros a causa de la Primera Guerra Mundial. En México gobernaba Venustiano Carranza y mediante un telegrama secreto, los alemanes le habían prometido a nuestro mandatario armas y dinero si atacaba Estados Unidos con la única condición de que apoyáramos al Káiser Guillermo II de Alemania.

--Tengo que pasar al archivo de las copias de telegramas recientes, don Horacio, con su permiso o sin él – Lo amenazó la mujer, mientras abría un costalito de terciopelo negro y extraía tres monedas de oro relucientes. Las volvió a meter y le entregó el bulto al portero.

--Pesa poquito: se sienten como piedras – dice, sopesando el volumen con sus manos.

--¡Pues le atinó!—le respondo a la curandera – son piedras en un riñón, cálculos renales que sufro desde hace meses. Pero no sea mala y mejor cuénteme la historia de su antepasado, el tal Señor H. que curó a la humanidad de la Primera Guerra Mundial.

--No podrá convencerme de que lo haga –dijo, cruzando sus brazos como niño caprichoso: era imposible que don Horacio imaginara que la mujer aparecida en las puertas de Telégrafos de México estaba dispuesto a matarlo si fuera necesario.

En 1917, México era un país estratégico para los alemanes. Estados Unidos (hasta entonces neutral), no se decidía a entrar en guerra y el Ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, Arthur Zimmermann había mandado un telegrama en clave a Washington, de donde se reenviaría a la Embajada alemana en nuestro país, para invitar al gobierno mexicano a atacar a su vecino del Norte.

Pero los británicos interceptaron el telegrama y descifraron el mensaje del ministerio alemán, aunque se enfrentaban a un dilema: si hacían público el mensaje en clave, los enemigos cambiarían de inmediato sus códigos secretos. Pero si no lo hacían, los norteamericanos seguirían sin entrar en guerra como aliados suyos. El dilema se resolvió gracias a un error de los alemanes: al reenviar su telegrama de Washington a México, lo hicieron por línea comercial, para no levantar sospechas. Y como la embajada alemana en nuestro país no conocía las claves secretas, se lo tuvieron que enviar con un código antiguo, fácil de descifrar.

A los británicos les bastó enviar a un agente secreto a Telégrafos de México y robar la copia del telegrama. Pero esto no lo entendió don Horacio cuando la mujer fantasma le dio el costalito con las tres monedas de oro.

--Está bien—me dice resignada la curandera, mientras me receta infusiones de tomillo y albahaca para aliviar mis cálculos renales --. Le contaré la historia que nadie sabe de mi antepasado, si me promete no divulgarla hasta que yo muera. Para empezar, no era el Señor H., sino la Señora H.

--Prometido. Mi boca será una tumba – respondió don Horacio cuando la mujer fantasma revisó cada copia de los telegramas y extrajo uno con el sello de Western Union. ¡Era el que buscaba! Lo dobló en cuatro partes y se lo metió en el corpiño. Luego huyó por las puerta principal del edificio, sin despedirse de don Horacio.

Al día siguiente, con la copia de ese segundo telegrama, los británicos demostraron al mundo que Alemania pretendía atacar a los Estados Unidos; los norteamericanos le declararon de inmediato la guerra y su participación en esa conflagración mundial le dio la victoria en menos de un año a los aliados: Francia, Reino Unido y Rusia.

--¿Y qué relación tiene usted con la Señora H. que robó la copia del telegrama Zimmermann?

La mujer me conduce a la puerta de su choza, recibe el dinero que le doy y a duras penas me responde, mientras admiro la austera belleza de la Iglesia de San Juan Evangelista:

--Era mi madre.

1 comentario:

Unknown dijo...

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