Contaba don Antonio Alatorre: “Antes de partir a la batalla,
en 1578, el capitán Francisco de Aldana fue comisionado por el rey Sebastián I
de Portugal a espiar el territorio enemigo disfrazado de comerciante judío.
Regresó con la mala nueva de que cualquier expedición militar al Imperio turco
sería un suicidio masivo para el ejercito portugués. Pero el jovencito rey
estaba decidido a desembarcar en Marruecos para matar con su propia espada a
miles y miles de infieles. Leal y valiente, el capitán Francisco de Aldana lo
siguió al martirio”.
Eran los años 90 y mi novia me reclamó que nuestro primer
mes lo celebráramos en un aula de Filosofía y Letras de la UNAM. Esa tarde la
invité a escuchar la clase de don Antonio Alatorre sobre la poesía del capitán
Francisco de Aldana, genio de la lengua castellana: “El ímpetu cruel de mi
destino/ ¡Cómo me arroja miserablemente/ de tierra en tierra, de una en otra
gente/ cerrando a mi quietud siempre el camino!”.
Le explicaba a mi novia que don Antonio era, a sus 80 años, el mayor erudito y políglota vivo de México,
capaz de corregir los errores literarios de Octavio Paz, demostrándole con lujo
de detalles que su libro “Sor Juana Inés de la Cruz ó las Trampas de la Fe”
(1982), estaba plagado de erratas. Cuando poco después se toparon en el elevador
de El Colegio Nacional, el ofendido Paz no quiso subirse con él y don Antonio
le respondió: “Ay, Octavio, qué infantil eres! Por eso se le temía en los
círculos académicos: por claridoso y porque no se andaba por la ramas.
Fui alumno de Alatorre por varios años en su seminario
“Poesía de los siglos de oro”, impartido cada jueves por dos horas, y el único
método que seguíamos en su clase – las más concurrida de la UNAM a pesar de ser
optativa—era leer poesía. Esposo de otra
erudita, Margit Frenk, se divorció de ella en 1972, para darle un vuelco total
a su vida: fue condenado por muchos colegas suyos homofóbicos y reconocido por
muchos otros suficientemente tolerantes.
“¿Entonces se fue a seguir a su rey santo?”, me preguntó mi
novia y yo le respondí que sí: “el mejor poeta de su tiempo, Francisco de
Aldana acompañó lealmente al joven rey Sebastián a la batalla de Alcazarquivir.
Todos los soldados eran novatos, impetuosos e ilusos, menos Aldana, versado en
guerras tanto como en poesía. Uno a uno, fueron cayendo en la arena africana con
la cabeza cortada por los puñales árabes. Muy probablemente Aldana murió recitando
alguno de sus poemas inmortales: “En fin, en fin, tras tanto andar muriendo/
tras tanto variar vida y destino/ tras tanto de uno en otro desatino/ pensar
todo apretar, nada cogiendo”.
“Bueno, más bien yo me refería a don Antonio Alatorre” me
aclaró mi novia. Y en efecto, don Antonio conoció en 1972, en un seminario que
impartía en la Universidad de Princeton, a quien sería su pareja a lo largo de
treinta años: Miguel Ventura, artista plástico de origen puertorriqueño. De
buenas a primeras se divorció de su esposa Margit Frenk, dejó su vida académica
en aquella universidad del Ivy League y se regresó a vivir con Ventura a una
casa de Las Águilas, al sur de la ciudad de México. Dijo que, cansado y
desanimado, prefería enclaustrarse de por vida a escribir “sus chingaderas”.
Desconcertada, mi novia no entendía el comportamiento
heterodoxo de don Antonio (“¿dejar esposa e hijos por un artista plástico?”), ni
comprendía el capricho de leer poesía en español arcaico (“¿para qué perder el
tiempo en vez de hacer algo útil?”). Sobre lo primero le respondí salomónicamente
que cada quien su vida. Sobre lo segundo le repetí unas palabras del propio
Alatorre: es verdad que leer poesía del siglo de oro requiere cierto esfuerzo,
pero ¿dónde está escrito que “aguzar las entendederas” sea cosa mala? ¡Todo lo
contrario! Además, las dificultades para leer a los poetas de otros siglos son
fáciles de superar.
Valientemente dedicado a su pareja, don Antonio murió el 21
de octubre de 2010, dejando instrucciones expresas, como buen ateo que era,
para que no le tributaran “velorio, ritos, ceremonias, homenajes, ni ningún otro
exorcismo”. También pidió que esparcieran sus cenizas entre el Popocatépetl y
el Iztaccíhuatl, en el Paso de Cortés.
Valientemente entregado al rey Sebastián, don Francisco de
Aldana murió al lado de su soberano, el 4 de agosto de 1578, ambos acorralados
y cocidos por mil dagas árabes. Tras su muerte consiguió lo que no pudo hacer
don Antonio con la suya: “Iríame por el cielo en compañía/ del alma de algún
caro y dulce amigo/ con quien hice común acá mi suerte/¡Oh, qué montón de cosas
le diría/ cuáles y cuántas, sin temer castigo/ de fortuna, de amor, de tiempo y
muerte!
Valientemente decidido a enseñar poesía a mi entonces novia,
sin ser en nada correspondido por ella, no hice más que adelantar el esperado
final, pocas semanas después, de un amor juvenil que se quería lírico y
romántico. ¿Pero es que alguien se va si lo recordamos para siempre? ¿De verdad
alguien nos deja si guardamos su imagen en la memoria, “sin temer castigo de
fortuna, de amor, de tiempo y muerte”?
No la volví a ver. Murió en febrero de 1999 sin que le
gustara la poesía.
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