Estoy en el rincón de una cantina y bebo con un buen amigo un vaso de whisky derecho. Mi amigo que toma un Etiqueta Negra me pregunta, nada más por curiosear, cual sería la mejor canción para rendirle homenaje al alcohol y yo le respondo sin dudarlo: “The piano has been drinking (not me)” del tipo más desparpajado y valemadrista que haya parido mujer alguna: Tom Waits. Este eminente cantante, que se duerme con el traje puesto noches antes de sus conciertos para no sufrir la urgencia de vestirse el mero día de su presentación, compuso el mejor tributo al alcohol de toda la historia de la música. No diría que el suyo es un homenaje, porque este acto sólo se rinde a héroes patrios como Miguel Hidalgo, Benito Juárez, etcétera. Pero la canción de Waits es toda una proeza: su letra es surrealismo puro y la compuso quién sabe en cual bar de la frontera México-EUA, donde lo alcanzó el amanecer en una de sus tantas salidas de juerga.
Canto a mi amigo “The piano has been drinking (not me)” y luego le cuento que esta mañana leí en El Universal el peor artículo con el que me haya topado en años: “Marihuana y alcohol”. Me deprime que el autor de este engendro literario sea Christopher Domínguez Michael. Con el mayor descaro escribe que el alcohol es la más letal de las drogas y critica que “corra libre y rauda por lo largo y ancho del planeta”. Pues a Dios gracias le respondo yo. Nunca hubiera pensado que Christopher fuese un fundamentalista. Pero pontifica y dicta sentencia como un fundamentalista. Y esa es mala carta de presentación para un crítico literario. Entiendo la abstinencia de todos mis amigos alcohólicos; hay goces de los que uno debe prescindir en razón de la constitución orgánica que nos tocó en la lotería divina del ADN. Ahora bien, tampoco suscribiría la máxima: “desconfía de los abstemios, porque no guardan buenas intenciones”. Eso es caer en extremismos al estilo Domínguez Michael.
Dice Christopher: “Cuando el pequeño Ayatola que todos llevamos dentro aparece en mi conciencia y fantasea con que todo el alcohol del mundo sea derramado en las alcantarillas universales, aplaudo”. Aparte de que la frase está mal estructurada (no es correcto dejar el verbo al final de la oración), nos mete a todos en el mismo costal. A mí que me esculquen; yo no tengo ningún Ayatola ni terrorista musulmán dentro, ni en la peor de mis pesadillas vería derramar todo el vino tinto, whisky single malt y ron cubano por las alcantarillas universales(sic), a menos que yo estuviera debajo, almacenando en tinas tanto alcohol desperdiciado. Y es que no se vale patear la piedra con la que uno se tropieza, ni mentarle la madre al cocotero porque nos arrojó un coco en la cabeza, ni, como hace Christopher, acusar al alcohol de su alcoholismo.
Mi amigo que bebe un Etiqueta Negra critica a Christopher con la peor de las posturas que un buen catador debe asumir: “¿qué no entiende ese tipo que el alcohol es medicinal y que un buen trago alivia penas y quita el dolor que uno guarda en el corazón?”. Pésimo. Yo cuando enfermo tomo la medicina adecuada y listo. En cambio, el alcohol lo tomo no por sus propiedades curativas o porque me pueda restaurar parte de mi salud averiada. Yo tomo alcohol porque me gusta y punto. Por placer, disfrute o confort sibarita, no por prescripción médica. Si éste fuera el caso, guardaría mi botella de whisky no en mi cava sino en el botiquín de primeros auxilios.
Me aburre discutir con el fantasma de un crítico literario y disentir con un amigo en cuerpo presente que bebe su Etiqueta Negra. Así que mejor sigo cantando “The piano has been drinking (not me)”. Y me pregunto igual que Tom Waits (el alcohol da pie a este tipo de pensamientos profundos), por qué mi corbata esta dormida y la banda se ha ido a Nueva York y la rockola tiene que ir a orinar y la alfombra necesita un corte de pelo y el foco parece la fuga de una prisión y el teléfono no tiene cigarros y la terraza se ha ido a ligar. Y el piano ha estado tomando (no yo).
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