Fue un acto de buen fe: mi amiga
divorciada buscaba una madre sustituta para procrear y una mesera cubana se
ofreció a alquilar su vientre para parir un hijo que no sería suyo. ¿O sí? En
todo caso sería un niño con dos madres, o con una madre adoptiva desde antes de
nacer. Los avances de la ciencia médica propician estos dilemas morales. ¿O
simplemente existenciales? Brindamos en la barra del bar con mojitos;
hierbabuena macerada, ron blanco seco, azúcar y hielo picado. Una mezcla
amarga, silvestre y dulzona. La vida concentrada en un vaso corto de vidrio.
Ignoro qué tipo de pago recibió la
mesera cubana. Pero no dudó en aceptar tras dos o tres platicas que entablaron
a solas, sin testigos de por medio. Tomaron mojitos que se prepararon una a la
otra, frente a la misma barra, como cortesía de amigas que apenas se conocen.
Cuando volví a ver a la mesera, su vientre lucía hinchado por el óvulo
fecundado, como cauteloso de no evidenciar al ser vivo que crecía, se formaba,
se instalaba en su placenta. ¡Quien la viera a ella, tan práctica en su trato
de solterona férrea! Pero se había vuelto más sensible con los clientes y sus
compañeros de piso. Sin aludir a su sobrepeso de 15 kilos y una inflamación de
pies que le impedían caminar diez pasos sin cansarse.
¿Que parte de su información
personal le ocultó mi amiga a la mesera? ¿Por qué no le dijo las razones por las
que no podía procrear un hijo por sí misma? La mesera sin embargo, estaba
feliz; le pagaban por cumplir nueve meses de carga: sólo un rato, desde luego;
un sacrificio bien remunerado por una experiencia que no viviría después,
porque no pensaba cuidar criaturas: arrullarlos, darles pecho, educarlos. ¡Que lata
innecesaria para las solteronas que lo son por voluntad propia!
Una tarde, siete meses después,
invité a las dos madres, mi amiga del óvulo fecundado y la mesera de la
placenta prestada, a tomar mojitos. “Solo uno” me advirtieron al unísono.
Maceraron ellas mismas la hierbabuena y picaron el hielo. Prepararon tres vasos
con ron blanco y azúcar. Entonces, en un rapto de súbita inspiración poética,
sentencié: “la vida se toma con ron blanco, como los mojitos cubanos”.
Pensé que mi declaración sería lo
más fuerte de la tarde, pero mi amiga me superó cuando le dijo a la mesera por
qué quería en realidad tener un hijo: “Tengo linfoma de Hodgkin pero quiero
reproducirme. Así que busqué un donante de espermas. Tomé hormonas para que me
extrajeran los óvulos y los medicamentos para la fertilidad aceleraron mi
cáncer; ya es intratable”. La mesera apuró su ron, se incorporó como pudo, y
sonriendo soltó un maternal “vete a la mierda”, antes de salir por la puerta y
dejarnos sin habla a mi amiga y a mi. “Es natural” le dije al cabo de un rato,
“nadie puede andar por el mundo ofreciendo óvulos para fecundar sin aclarar con
antelación que tiene linfoma de Hodking”.
La mesera no regresó. Imaginé lo
peor. No fue la manera más divertida de terminar el día. Con el tiempo mi amiga
adelgazó rápidamente, reanudó su tratamiento con quimio y aceptó el espeso ritual
de la supervivencia. Tenía muy bajos niveles de hierro. Parecía resignada, como
una madre que ha perdido a su hijo, y por tanto, las ganas de resistir. Un fin
de semana, reapareció la mesera. Sostenía su barriga con ambas
manos. Me dijo: “dile a tu amiga, la divorciada, que venga. Quiero saber al
menos quien es el padre”.
Se sentaron ambas, la tarde entera,
hasta que oscureció, sin hablarse, yo viéndolas de lejos, desde la barra. Al
final, mi amiga se levantó a duras penas; la mesera se incorporó también para
darle un abrazo. Formaban una especie de familia. No quise acercarme,
pero sí hablé en voz alta: “la vida es amarga, silvestre y dulzona y se toma
con ron blanco, como los mojitos cubanos”.
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