Parte de la
crítica literaria en México ubica a Daniel Sada como un evasor de géneros:
pretendía abarcar todos los estilos de golpe, sin respetar compartimentos
estancos. Como recordará quien tenga nociones de navegación marítima, los
compartimentos estancos son las secciones de un buque que pueden quedar
aisladas de las adyacentes, con lo que en caso de que alguna de esas secciones
se inunde de agua, basta con cerrarle las puertas y escotillas para evitar que
la nave zozobre. Los escritores que no quieren encasillarse en un género, que
rebasan fronteras y límites, incurren en una aventura arriesgada; pueden
hundirse junto con sus obras y su reputación como creadores. Sada corrió el
riesgo de mezclar estilos, combinar categorías épicas, líricas y dramáticas,
desde que leyó siendo niño todo lo que caía en sus manos en el árido pueblo de
Sacramento, donde los dos únicos entretenimientos eran la biblioteca pública o
abanicarse con un cartón, sentado en una mecedora. Sada hizo ambas cosas.
A los
escritores, aún los más sedentarios, suelo relacionarlos con gimnastas y
atletas. Hay cuentistas que son saltadores de altura, novelistas que son
corredores de vallas, estilistas que se contorsionan en barras de equilibrio. A
Sada siempre lo vi como un lanzador de peso: tomaba un artefacto macizo de
giros de lenguaje, arcaísmos y retruécanos, sólidos como el acero, y lo lanzaba
a través del aire a la máxima distancia posible. El lector veía volar el peso
de la lengua como si le salieran alas y luego caer en una zona lejana,
inesperada. Porque parece mentira… carga
muchos kilos de palabras, pero su vuelo funciona, propulsado por un atleta que
maneja todos los léxicos del español antiguo y moderno, universal y coloquial a
un tiempo. Sin embargo, su método para trasgredir géneros se frenaba al
escribir textos no narrativos. Ahí sí se ajustaba a las reglas convencionales.
En el ensayo, Sada era un ortodoxo. Lo cual no significa que a veces le saliera
el tiro por la culata. Tan original e irónico era como narrador, que esas virtudes
le brotaban sin querer en cada resquicio de sus reseñas y prólogos.
¿Un
ejemplo? el artículo Un himno profético donde
Daniel Sada es víctima de su propia ironía. Desde las primeras líneas Sada
escribe que “en Alejandría los poetas eran dados a predecir catástrofes, mismas
que rara vez se cumplían”. Lo cual no quita, según el autor, que “bastara que
se aproximaran a las verdades futuras para conseguir el rango de demiurgos”.
¿Pero qué pensar de una novela como Porque
parece mentira… donde una protesta social en contra del fraude electoral es
reprimida, y los padres de familia buscan a sus hijos desparecidos? ¿No era
ésta una larga predicción de las recientes catástrofes y una aproximación a una
dolorosa verdad futura que ya es nuestro presente?
¿Qué pensar
de un novelista que, años antes del caso de los normalistas
desaparecidos de Ayotzinapa, inicia su novela así: “Llegaron los cadáveres a
las tres de la tarde. En una camioneta los trajeron – en masa, al descubierto –
y todos baleados como era de esperarse. Bajo el solazo cruel miradas
sorprendidos, pues no era para menos ver así nada más paseando por el pueblo
tanta carne apilada. ¿De personas locales? Eso estaba por verse. Y mientras
tanto gritos por ahí, por allá, por los demás...”
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