24 julio 2015

El temple deslumbrante de Daniel Sada (II)

Violetta Estefanía Ruiz me metió a fortiori, en dos bretes: por un lado, además leer esa catedral de palabras, o desierto barroco como definió Roberto Bolaño a las novelas de Daniel Sada, ahora tenía que reseñar su obra de no-ficción, escrita casi a contrapelo de su narrativa. Por otro lado, Violetta me pidió presentar una antología donde Sada apunta y dispara hacia diferentes y disímbolas presas: lo mismo un prólogo a Salvador Elizondo, que los artificios de la vida académica, que un artículo sobre la demolición del estadio de beisbol del Seguro Social, que una disquisición sobre la formas retóricas, que Wittgenstein y el lenguaje ordinario, que las limitantes de la crónica urbana, que un prólogo a El Llano en Llamas o que la falta de renovación del cuento, genero encerrado en sus propios cánones, cuya preceptiva sigue siendo rígida.

Menudo compromiso para el presentador que no obstante intuye que la sucesión de los 25 textos, publicados en los años 90, no es fortuita ni caótica sino que tienen su orden interno y su ilación secreta, como ha dejado entrever Héctor Iván González. ¿En qué consiste ese orden? No lo diré: el lector habrá de descubrirlo por sí mismo. El temple deslumbrante es una caja de sorpresas, o más bien: un crucigrama ontológico por resolver. O mejor: es parte de la ambición de un autor que rompe a conciencia con el paradigma lingüístico, los tropos y todos los géneros de la escritura, sin excepción. A Sada no se le lee, se le escala como un Everest.

Iconoclasta, a la vez que introspectivo (Sada quedó ciego durante la última etapa de su vida y memorizaba las frases de sus narraciones o pedía ampliar el tipo de letra de su computadora hasta descifrar a medias sus párrafos) el autor cubrió como topógrafo incansable su paisaje interior y lo midió palmo a palmo, cada vez desde ángulos distintos: sus novelas delatan un punto de vista diferente entre sí; cada obra es una perspectiva. A la vez, es la pretensión utópica de reforestar el desierto. A su manera, Sada consiguió la meta. Murió relativamente joven y su obra pudo haberse enriquecido con más novelas, pero su territorio novelístico estaba plenamente colonizado. No digo que se hubiera repetido; habría persistido.

Por fortuna, los dos prólogos, uno de Héctor Iván González y otro de Adriana Jiménez (la viuda del escritor) arman este rompecabezas inefable, juntando los materiales y formando el complemento del paisaje interior de Sada, añadiendo su faceta como ensayista: su vitalismo vitalicio, la métrica en su prosa, el ritmo de su fraseo a veces corto y tajante, otras veces largo y sinuoso “como terminando en cola de pescado” diría Josep Pla (otro payés que amaba su masía), el nuevo lenguaje casi auditivo que imbrica modismos con arcaísmos, la agudeza como lector de lo real y del corpus literario, y sobre todo “el depurado punto de vista” como principio rector de cualquier narración y análisis de personajes que Sada traspone sin alteración forzada, al ensayo y al artículo de prensa; este punto de vista fue la lente con la que Sada leyó a sus autores afines y generó simultáneamente a sus propios precursores, como decía Borges hablando de Kafka.


Por eso comparto la opinión de Héctor Iván de que la espina dorsal de esta antología es la revelación de Sada como lector riguroso, que no toleraba los “maquinazos”, que odiaba violar sus ocho reglas plasmadas en su artículo Así escribo (le faltaron dos para iluminar con un decálogo heterodoxo el camino de cualquier escritor actual). Así entiendo el título del libro: el temple deslumbrante de un gran escritor, que fue, al mismo tiempo, el filibustero de “una veta más subrepticia” como el propio Sada apunta en uno de sus artículos: “acaso la verdadera: el gusto del lector y sus pruritos”. 

Sin embargo creo que en sus textos de no ficción, reseñas y artículos, el humor sardónico, burlón, desaforado, no se refleja con la misma intensidad como lo delatan sus novelas fundamentales (si acaso hay sarcasmo regocijante en La dignidad del futbol ratonero, entre algunos otros) quizá porque el autor descreía del periodismo y de cualquier distracción (así fuera con las mismas armas de la escritura), para la ejecución de sus creaciones mayores. Huelga aclarar que muchos de sus ensayos son trasuntos inmediatos, en clave, de sus creaciones literarias; apéndice admirable pero secundario de su cuerpo literario.  

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