Violetta
Estefanía Ruiz me metió a fortiori,
en dos bretes: por un lado, además leer esa catedral de palabras, o desierto
barroco como definió Roberto Bolaño a las novelas de Daniel Sada, ahora tenía
que reseñar su obra de no-ficción, escrita casi a contrapelo de su narrativa.
Por otro lado, Violetta me pidió presentar una antología donde Sada apunta y
dispara hacia diferentes y disímbolas presas: lo mismo un prólogo a Salvador
Elizondo, que los artificios de la vida académica, que un artículo sobre la
demolición del estadio de beisbol del Seguro Social, que una disquisición sobre
la formas retóricas, que Wittgenstein y el lenguaje ordinario, que las
limitantes de la crónica urbana, que un prólogo a El Llano en Llamas o que la falta de renovación del cuento, genero
encerrado en sus propios cánones, cuya preceptiva sigue siendo rígida.
Menudo
compromiso para el presentador que no obstante intuye que la sucesión de los 25
textos, publicados en los años 90, no es fortuita ni caótica sino que tienen su
orden interno y su ilación secreta, como ha dejado entrever Héctor Iván
González. ¿En qué consiste ese orden? No lo diré: el lector habrá de descubrirlo
por sí mismo. El temple deslumbrante
es una caja de sorpresas, o más bien: un crucigrama ontológico por resolver. O
mejor: es parte de la ambición de un autor que rompe a conciencia con el
paradigma lingüístico, los tropos y todos los géneros de la escritura, sin
excepción. A Sada no se le lee, se le escala como un Everest.
Iconoclasta,
a la vez que introspectivo (Sada quedó ciego durante la última etapa de su vida
y memorizaba las frases de sus narraciones o pedía ampliar el tipo de letra de
su computadora hasta descifrar a medias sus párrafos) el autor cubrió como
topógrafo incansable su paisaje interior y lo midió palmo a palmo, cada vez
desde ángulos distintos: sus novelas delatan un punto de vista diferente entre
sí; cada obra es una perspectiva. A la vez, es la pretensión utópica de
reforestar el desierto. A su manera, Sada consiguió la meta. Murió
relativamente joven y su obra pudo haberse enriquecido con más novelas, pero su
territorio novelístico estaba plenamente colonizado. No digo que se hubiera
repetido; habría persistido.
Por
fortuna, los dos prólogos, uno de Héctor Iván González y otro de Adriana
Jiménez (la viuda del escritor) arman este rompecabezas inefable, juntando los
materiales y formando el complemento del paisaje interior de Sada, añadiendo su
faceta como ensayista: su vitalismo vitalicio, la métrica en su prosa, el ritmo
de su fraseo a veces corto y tajante, otras veces largo y sinuoso “como
terminando en cola de pescado” diría Josep Pla (otro payés que amaba su masía),
el nuevo lenguaje casi auditivo que imbrica modismos con arcaísmos, la agudeza
como lector de lo real y del corpus literario, y sobre todo “el depurado punto
de vista” como principio rector de cualquier narración y análisis de personajes
que Sada traspone sin alteración forzada, al ensayo y al artículo de prensa;
este punto de vista fue la lente con la que Sada leyó a sus autores afines y
generó simultáneamente a sus propios precursores, como decía Borges hablando de
Kafka.
Por eso
comparto la opinión de Héctor Iván de que la espina dorsal de esta antología es
la revelación de Sada como lector riguroso, que no toleraba los “maquinazos”,
que odiaba violar sus ocho reglas plasmadas en su artículo Así escribo (le faltaron dos para iluminar con un decálogo
heterodoxo el camino de cualquier escritor actual). Así entiendo el título del
libro: el temple deslumbrante de un gran escritor, que fue, al mismo tiempo, el
filibustero de “una veta más subrepticia” como el propio Sada apunta en uno de
sus artículos: “acaso la verdadera: el gusto del lector y sus pruritos”.
Sin embargo
creo que en sus textos de no ficción, reseñas y artículos, el humor sardónico,
burlón, desaforado, no se refleja con la misma intensidad como lo delatan sus
novelas fundamentales (si acaso hay sarcasmo regocijante en La dignidad del futbol ratonero, entre
algunos otros) quizá porque el autor descreía del periodismo y de cualquier
distracción (así fuera con las mismas armas de la escritura), para la ejecución
de sus creaciones mayores. Huelga aclarar que muchos de sus ensayos son
trasuntos inmediatos, en clave, de sus creaciones literarias; apéndice
admirable pero secundario de su cuerpo literario.
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