23 julio 2015

El temple deslumbrante de Daniel Sada (I)

Decía Carlos Monsiváis que se necesitaba una beca Guggenheim para leer Terra Nostra de Carlos Fuentes. Decía Antonio Alatorre que se requería ser investigador jubilado para leer bien En Busca del Tiempo Perdido de Marcel Proust. Decía un político culto (juro que no es pleonasmo) que para leer Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), de Daniel Sada (1953-2011), se ocupaba una chamba de aviador en algún ayuntamiento. No en balde, James Joyce tildó a todo lector de “intruso intolerante”.

De seguir tantos consejos para leer obras maratónicas, jamás hubiera terminado Terra Nostra porque el Guggenheim sigue sin dar becas para lectores. Tampoco hubiera concluido En busca del tiempo perdido porque los investigadores jubilados pasan su vejez rumiando los motivos por los que postergaron la escritura del libro con el que pretendían consagrarse. Y lo peor es que nunca hubiera culminado Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, dado que los aviadores pierden más tiempo fingiendo que trabajan, que trabajando lo justo y a sus horas.

El repaso de estas tres obras enormes (en todos los sentidos), ejemplos de escritura-límite, arroja una moraleja: la tarea del lector es más de descarte que de programación de lecturas pendientes. Y aunque sea verdad que quien lee a Proust se proustituye, y quien lee a Sada es un sada-masoquista, no me arrepiento de haber incursionado por esos barroquismos verbales, esa minería en nuestra propia lengua que, “para que se mantenga viva”, decía el propio Sada, “deberá reformarse, transformarse, deformarse y contaminarse de continuo”. Conviene recordar aquí que Sada fue el gran poeta de Aquí (2008), origen de su prosa versicular.  

Mientras leía estas novelas-totales, sobre todo en el caso de Porque parece mentira… (novela canónica como la define Adriana Jiménez) me creía miembro de una secta, una cofradía secreta, acólito de un placer clandestino e inconfesable, que me iluminaba frente a los demás mortales, rehenes de lecturas breves y ramplonas. ¡Cuánto me engañaba con mi onanismo literario! Pues resulta que mi primo Ramiro González, dueño de muchas cualidades prácticas pero del que ignoraba su afición por autores de culto, se me anticipó con la novela Casi Nunca (2008) y hasta me soltó un spolier (revelación del suspenso final que no aceptaría el anticonvencional Sada): el personaje Demetrio Sordo cumple finalmente su embestida erótica con Renata a partir de cinco frenéticos mete-saca, mete-saca.

Habida cuenta de esta disyuntiva de descarte de lecturas, a cuya merced me va la vida en ello, decidí privilegiar mis atenciones a las obras completas de Daniel Sada. Poco a poco, sin prisa pero sin pausa, repaso su monumental narrativa ambientada en el norte desértico. Y para eso, escogí como primer oficio alimenticio la de ser dueño de un bar de provincia. Así de simple. En los intervalos que se abren entre la servida de un Etiqueta Negra, divorciado, y la preparación de un Martini seco, me bebí de un trago Una de dos (1994). Y pocas noticias me han gustado tanto como comprobar que la familia Montaño, de El lenguaje del juego (2011) montó un restaurantito en su pueblo San Gregorio, “a dos cuadras y cacho de la plaza de armas”. Claro, no se trataba de un restaurante cualquiera, sino de “lo nunca visto allí”: una pizzería.

Igual mi bar que monté casi como pretexto para leer pacientemente a Daniel Sada, entre inventarios de botellas y pagos de raya a cocineros y meseros. Claro, no se trata de un bar cualquiera, diría Valente Montaño, el personaje de la novela referida, sino casi de “lo nunca visto aquí”: un salón de música salsa en vivo, para celebrar la vida en un país exhausto por tanta violencia, al que la mayoría de la gente denomina México, pero que en realidad se llama Mágico, como lo sentenció Sada.


A este bar llegó hace días Violetta Estefanía con un volumen amarillo para que lo presentara en la Feria del Libro Independiente: “El Temple deslumbrante. Antología de textos no narrativos de Daniel Sada”, publicado por Posdata, editorial muy respetable porque se ha atrevido a publicar a los más grandes malabaristas de la lengua española, comenzado por el poeta Juan Gelman, a quien tantos quisimos tanto y quien murió prematuramente a sus 83 años. Posdata es la hazaña editorial de José Jaime Ruiz, intelectual multifacético, como ahora les llaman a los hombres del Renacimiento.

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