Hace años,
un familiar mío sufrió un grave problema de salud. Uno se queda impotente,
pasmado ante el inesperado revés. Durante el atardecer de uno de aquellos días,
salí a caminar solitario. No pensaba en nada, tampoco buscaba lamentarme, sólo
caminar. Seguí el paseo de calzada San Pedro. Miré el follaje de los árboles.
Las sombras que se alargaban por el pasto. La banca donde platiqué por última
vez con mi tío, enfermo terminal. El bebedero donde sació su sed un amigo, días
antes de morir de un infarto. El escarpado donde me atreví, siendo muchacho, a
darle un beso a mi primera novia. Cada pasaje del pasado se agolpaba en mi
memoria, en una dulce sensación de irrealidad.
La
casualidad, el inconsciente, el destino –sinónimos de ese algo inexplicable –
me llevaron a la Iglesia de Fátima. Afuera, bajo los escalones del atrio,
estaba un cura delgado, entrado en años, de lentes grandes, con las manos
entrelazadas. Le pregunté si podía platicar con él. Su sonrisa me dio
tranquilidad. Cuando la tensión mina cuerpo y alma, lo que uno busca es un instante,
así sea breve, de paz: es nuestra ración de eternidad.
Ese fue el
principio de una buena amistad. De vez en cuando solía pasar a saludarlo. Un
día, inexplicablemente, dejé de hacerlo. Hay cosas de las que suelo
arrepentirme. Este cura es un hombre culto, jovial, pero detrás de la bonhomía
de su sonrisa está una voluntad rigurosa por el estudio: es un exégeta de la
Biblia; habrá quienes digan que el más profundo de estas tierras. No lo se. Lo
cierto es que me agradaba conversar con el hombre, no sólo con el ministro de
Dios: un ser humano que analiza las cosas desde un punto de vista práctico y,
al mismo tiempo, con un sentido trascendental.
Ayer me
enteré que Monseñor Juan José Hinojosa sufrió un grave accidente: una camioneta
cayó encima de su carro, de un carril superior. Monseñor está en cuidados
intensivos. Me duele conocer su mal estado de salud. Hoy, de madrugada, como
hace años, salí a caminar solitario a calzada San Pedro. Miré de nuevo la banca
donde platiqué por última vez con mi tío; el bebedero donde sació su sed mi
amigo difunto; el escarpado donde di mi primer beso. Terminé mi recorrido en
las escaleras del atrio de la iglesia de Fátima. Hoy no me encontré con el cura
delgado, entrado en años, de lentes grandes, con las manos entrelazadas. No
pude platicar con él. Espero hacerlo pronto. O más tarde. O algún día. Y
recobrar, así sea brevemente, aquella ración de eternidad.
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