La semana
santa representa el duelo entre la mortificación de la carne y la consagración
de las almas. Pero en esta contienda cósmica quien perdió la batalla religiosa fue
la carne: el cuerpo fue derrotado.
La
influencia de las formas platónicas en el cristianismo convirtió al cuerpo en un
velo que cubre la trascendencia del ser humano, entidad incorpórea. San Juan de
la Cruz le pide a Dios: “¡Rompe la tela de este dulce encuentro”. La carne es
tela que se rasga con la muerte; el alma, por su parte, es el componente
espiritual eterno que calificará Dios en el amor.
La carne es
polvo y en polvo se convertirá. El alma es imagen de Dios en el ser humano. El
mártir exalta el alma y desdeña la carne. El místico revela su alma y desprecia
el cuerpo. Por ende, el ser humano no es quien se revista de un cuerpo, sino
quien dentro de su carne, posea un alma.
Para Hernán
Cortés, la conquista del Nuevo Mundo se justificaba porque los indígenas eran
cuerpos sin alma, carne sin raciocinio, de manera que sometió a hierro no a
seres humanos, no a semejantes suyos, sino a criaturas sin ánima.
Bartolomé
de las Casas dio un paso adelante: los indígenas gozaban de un alma; eran seres
humanos como los españoles. Pero su defensa no logró frenar la esclavitud: los
españoles en América convertían almas de infieles al cristianismo, pero
torturaban los cuerpos de la raza sometida.
La carne
siguió perdiendo la guerra religiosa: pasó a segundo plano. Se inventó el
cilicio, accesorio para provocarse uno mismo dolor con cinturones de alambres
ceñidos al estómago, las prendas ásperas hasta provocar sangrado, las
flagelaciones como rutina corporal, los lechos incómodos que impedían dormir
dignamente.
El
cristianismo definió la sensibilidad del mundo moderno: mortificación de la
carne, consagración de las almas. El cuerpo era, a lo sumo, un saco de
podredumbre, inmundicias, objeto de tentaciones: había que taparlo, ocultarle
sus secreciones, restringir el deseo sexual, anular el erotismo.
En el siglo
XIX, un poeta norteamericano escandalizó a sus contemporáneos cuando definió la
Guerra de Secesión como la contienda contra el cuerpo. Su denuncia fue una
revolución de las conciencias. Acusó a los confederados por suponer que los
negros eran pedazos de carne no personas y pregonar que eran menos criaturas de
Dios que los blancos.
Walt Whitman
asumió su cuerpo en igualdad de condiciones que su alma: no es que los seres
humanos tengamos un cuerpo, es que somos básicamente un cuerpo. Quien lastima
la carne de otro ser humano, lastima su alma.
El amor
comienza en la sensibilidad de la carne: el olor de mis sobacos, decía Whitman,
es tan excelso como una plegaria; mi sudor destila belleza. Lo mismo pasa con
los demás hombres y mujeres. Por eso el poeta pide que lo miremos como espejo
de nosotros mismos. Esa exigencia modernizó la poética y la política.
“Hermoso es
cada uno de mis órganos – dice Whitman en uno de sus poemas --. Ni una pulgada de
mi cuerpo es despreciable, ni una debe ser menos conocida que las otras”. Esta
veneración de su individualidad no la canta Whitman a partir del egoísmo; su
intención es rendir culto secular a cada individuo.
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