¿Es válido
que un periodista haga pública su preferencia por algún candidato a cargo de
elección popular? No. Perdería objetividad. El ejemplo más reputado de
periodista objetivo fue Walter Cronkite: durante 19 años al frente del
noticiero norteamericano más importante, los televidentes nunca supieron si
Cronkite era demócrata o republicano. Terminaba sus programas televisivos con
un ambiguo “y así son las cosas”. El secreto de su inclinación política se lo
llevó a la tumba.
Claro,
muchos periodistas maliciosos de Nuevo León revelan su preferencia por un candidato
frente a los otros por descarte: hablan mal de todos menos de su predilecto: plan
con maña. Lo cierto es que en el actual proceso electoral sería difícil que cualquier
periodista objetivo tuviera un candidato de su entera predilección. Imposible.
Las campañas no acaban de prenden. Así de simple. Los mítines están
desangelados, los spot de televisión carecen de la mínima creatividad, el
entusiasmo de los electores es prácticamente nulo. ¿Por qué?
La
enumeración de las causas de esta apatía electoral sería interminable, pero
mencionemos las más evidentes: la degradación del mercado político (símbolo de
la descomposición de casi todo lo que tenga que ver con gobierno), el político
como figura carismática venida a menos, la mala comunicación entre candidatos y
electores, la soberbia que les impide ampliar su red de aliados, la brecha
digital entre usuarios de redes sociales y los administradores de las páginas
del candidato (aburridas, tediosas, mal escritas y limitadas a dar los buenos
días, las buenas noches y el soso “andamos recorriendo colonias populares, raza”).
Pero la
causa principal de la apatía generalizada es la inmadurez que ostentan la
mayoría de los políticos en activo para relacionarse con sus semejantes; sus
oscilaciones constantes que van de la negación o minimización de cualquier crítica
periodística, a la despiadada incapacidad para ser juiciosos en cualquier tema
que tengan frente a sus narices. Suelen opinar vaguedades y puros lugares
comunes.
Lo peor de
la inmadurez de los políticos la podría explicar Witold Gombrowicz, si leemos
su novela Ferdydurke: consiste en el
interés que tienen los candidatos a gobernador por empujar a sus posibles
votantes a ser tan inmaduros como él: a pensar ingenuamente que los convencerá con el poder
milagroso de su sonrisa, apapachos, despensas y apariciones en televisión.
“Amor por la inmadurez”: tomo esta definición del escritor polaco para ilustrar
el afán del político por contagiar a todo el mundo su frivolidad. Las campañas infantilizan
al elector, “porque tienden a desarrollarse mecánicamente y por tanto se alejan
de él”.
El mercado
del espectáculo y la farándula ha enajenado nuestra sensibilidad política, mutilando
aquellos rasgos auténticos que podría tener el político. Esa tendencia a la
frivolidad, a aparecer en la revista Hola!
como si fuera la más importante de sus gestiones públicas, conduce las
relaciones sociales de los políticos a la contemplación de su propio ombligo.
Los demás, los otros, son simples puentes para arribar al cargo; y más que
puentes, extranjeros, es decir, extraños: han dejado de ser sus semejantes para
convertirse en sombras proyectadas en los muros de una caverna por la fogata
casi extinguida de sus campañas.
¿Tienen también
la culpa de esta degradación política Internet y las redes sociales con sus constantes
burlas en forma de memes y su trivialización de los asuntos públicos? No. Si
bien es cierto que los medios sociales que creamos después nos recrean a nosotros mismos, la culpa de
fondo la tiene la mezquindad personal de quien se mete al juego de la política:
el huevo de la serpiente no está en los bites, sino en la cultura cívica que
algunas épocas suelen empobrecer hasta el envilecimiento. Y una de esas malas epocas
es la que ahora vivimos los nuevoleoneses.
En la obra de teatro Luces de Bohemia (1924), de Ramón María del Valle-Inclán, se narran
las últimas horas de su personaje principal, Max Estrella, mientras vaga errático
por un Madrid esperpéntico: absurdo, brillante y hambriento. De igual manera,
toda proporción guardada, las campañas electorales nuevoleonesas, absurdas
aunque nada brillantes, se están convirtiendo en el reporte previo de una defunción
en su sentido simbólico: han matado la sensibilidad de los electores. Sin
embargo, en este caso, el asesino no es el mayordomo, sino el mercado del
espectáculo local y el amor del político por inculcar la inmadurez generalizada.
Ante este escenario, ¿quién es el periodista que se atreverá a pronunciarse por
un candidato en especial?
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