Había alcanzado la fama (fantasía obscena de la vanidad),
vendido discos como pan caliente y pisado los principales escenarios con una
música poco apta para quienes no quisieran vivir enamorados. Su celebridad era
tan indiscutible como la llegada de la primavera. Nada mal para un tímido barbón
desgarbado, de casi dos metros de altura, medio curvo como vara azotada por los
vientos y cuyo principal mérito fue imaginar, un día de tantos, que el merengue
y la bachata se podían interpretar con algo más que una guitarrita y un acordeón de teclas: añadió unas letras dulzonas como postre de
boniato y comenzó a caerle al mundo un aguacero de yuca y té.
Dejó su República Dominicana para titularse como viajero de
los siete mares, escribir unas canciones más alegres que el sol de julio e
introducir instrumentos de viento y percusión en su banda 440.
Hasta que, inesperadamente, cultivó una ansiedad que lo enclaustró semanas enteras, le quitó cualquier apetito que no fueran somníferos y pócimas para dormir y lo destino a vagar por su dormitorio como alma en pena y los ojos hinchados por una aflicción provocada por sus mil demonios internos, que solían invitarlo a remediar sus males con la propia muerte.
Hasta que, inesperadamente, cultivó una ansiedad que lo enclaustró semanas enteras, le quitó cualquier apetito que no fueran somníferos y pócimas para dormir y lo destino a vagar por su dormitorio como alma en pena y los ojos hinchados por una aflicción provocada por sus mil demonios internos, que solían invitarlo a remediar sus males con la propia muerte.
El verdadero misterio de Juan Luis Guerra no fue por qué se
infringió a sí mismo y por varios años, semejante tortura china, sino cómo
salió indemne del pozo de la depresión. Y lo hizo a su modo, con un
método simple de explicar pero difícil de seguir: se propuso amar fielmente a
una sola mujer, su esposa Nora Vega. Se volvió adorador de Dios y entendió que
la alegría no es un estado de ánimo sino un escudo invisible que nos protege de
las inclemencias, los horrores y las tormentas que a veces, o más frecuentemente
de lo que deseamos, nos propina la cabrona vida.
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