
Sin
embargo, otros defectos suyos lo volvían atractivo: se había curtido en la
calle, era afable, elegante, macho alfa, jugador empedernido de cartas, un
perfecto seductor para las mujeres, buen platicador de anécdotas, aficionado al
buen cigarro y al vino tinto y el compadre ideal para una larga velada echando
trago en un bar. A mí me cautivaba por la ligereza de bon vivant que destilaba y por la simplicidad callejera con la que
resolvía cualquier enredo en las altas esferas políticas.
Alguna vez
me pidieron negociar con la embajada española para que viniera a México a dar
una conferencia. El diplomático me respondió con un no rotundo y en corto me
explicó la verdad de su negativa: “A éste no lo montes en un estrado, mejor
llévatelo de picos pardos”. Exageraba: paraentonces, el legendario político ya
no era de este mundo. Ni de ninguno.
Como
Presidente de la Transición Española, pudo haber fungido simplemente como
sostenedor del statu quo: muerto
Franco, quedaban los franquistas, militares cerriles, políticos arcaicos,
opusdeistas con olor a incienso, obispos momificados y un joven monarca que no
sabía muy bien para donde tirar. Con esos bueyes aró: a punta de palmadas, mano
izquierda, saliva a raudales y una práctica muy suya de tragar sapos, hizo el
milagro de la convivencia democrática en España. Luego lo dejaron sólo y
dimitió.
Pero un
acto entre muchos suyos, lo ennoblece de pies a cabeza. Juegue usted, lector, a
ponerse en sus zapatos. Imagínese por un
momento que es Presidente de Gobierno y está sentado en su escaño del
Parlamento. Es febrero de 1981. De pronto, una bola de militares asaltan el
recinto cortando cartucho y gritando “al suelo todo el mundo”. Se trata de un
golpe de Estado. Es probable que lo vayan a matar.
¿Se echaría
usted a tierra? Casi todos los parlamentarios lo hicieron. Varios se orinaron
en sus pantalones. Otros sufrieron un ataque de nervios. Pero Adolfo Suárez, el
callejero, el seductor, el bon vivant, se quedó sentado, impasible, honrando la
investidura presidencial. Sólo se levantó cuando su vicepresidente, un viejo
militar, encaró al general golpista. Suárez lo defendió a pecho descubierto.
¿Cuántos políticos mexicanos, del PRI o del PAN, hubieran actuado igual?
Luego de
esos sucesos, que por fortuna terminaron bien, Suárez perdió su buena estrella
política. No volvió a levantar cabeza. Sus incondicionales le dieron la
espalda. Sufrió la muerte de su esposa por un cáncer mal cuidado. Luego de su
hija por otro cáncer mal cuidado. Le sobreviven dos hijas suyas que también
padecen cáncer.
Quizá por
eso, un día de tantos, hace más de 10 años, Adolfo Suárez, el callejero, el bon
vivant, perdió la razón. Se desconectó del mundo de los vivos. Dicen que fue
demencia. Otros que fue Alzheimer. Ningún médico pudo dar el diagnóstico certero. Vivió como víctima del
destino. Murió como héroe. Fue uno de los grandes y su memoria merece
respeto.
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