24 marzo 2014

LA TRAGEDIA DEL SOLITARIO

Fue un hombre con evidentes limitaciones intelectuales. No fue buen estudiante, a duras penas se tituló, desdeñaba la lectura, tenía pésima ortografía y sus diálogos con académicos y literatos no pasaron de lo convencional. Como abogado no se le pudo acusar de haber siquiera hojeado algún tratado.

Sin embargo, otros defectos suyos lo volvían atractivo: se había curtido en la calle, era afable, elegante, macho alfa, jugador empedernido de cartas, un perfecto seductor para las mujeres, buen platicador de anécdotas, aficionado al buen cigarro y al vino tinto y el compadre ideal para una larga velada echando trago en un bar. A mí me cautivaba por la ligereza de bon vivant que destilaba y por la simplicidad callejera con la que resolvía cualquier enredo en las altas esferas políticas.

Alguna vez me pidieron negociar con la embajada española para que viniera a México a dar una conferencia. El diplomático me respondió con un no rotundo y en corto me explicó la verdad de su negativa: “A éste no lo montes en un estrado, mejor llévatelo de picos pardos”. Exageraba: paraentonces, el legendario político ya no era de este mundo. Ni de ninguno.

Como Presidente de la Transición Española, pudo haber fungido simplemente como sostenedor del statu quo: muerto Franco, quedaban los franquistas, militares cerriles, políticos arcaicos, opusdeistas con olor a incienso, obispos momificados y un joven monarca que no sabía muy bien para donde tirar. Con esos bueyes aró: a punta de palmadas, mano izquierda, saliva a raudales y una práctica muy suya de tragar sapos, hizo el milagro de la convivencia democrática en España. Luego lo dejaron sólo y dimitió.

Pero un acto entre muchos suyos, lo ennoblece de pies a cabeza. Juegue usted, lector, a ponerse en sus zapatos. Imagínese por un  momento que es Presidente de Gobierno y está sentado en su escaño del Parlamento. Es febrero de 1981. De pronto, una bola de militares asaltan el recinto cortando cartucho y gritando “al suelo todo el mundo”. Se trata de un golpe de Estado. Es probable que lo vayan a matar.

¿Se echaría usted a tierra? Casi todos los parlamentarios lo hicieron. Varios se orinaron en sus pantalones. Otros sufrieron un ataque de nervios. Pero Adolfo Suárez, el callejero, el seductor, el bon vivant, se quedó sentado, impasible, honrando la investidura presidencial. Sólo se levantó cuando su vicepresidente, un viejo militar, encaró al general golpista. Suárez lo defendió a pecho descubierto. ¿Cuántos políticos mexicanos, del PRI o del PAN, hubieran actuado igual?

Luego de esos sucesos, que por fortuna terminaron bien, Suárez perdió su buena estrella política. No volvió a levantar cabeza. Sus incondicionales le dieron la espalda. Sufrió la muerte de su esposa por un cáncer mal cuidado. Luego de su hija por otro cáncer mal cuidado. Le sobreviven dos hijas suyas que también padecen cáncer.


Quizá por eso, un día de tantos, hace más de 10 años, Adolfo Suárez, el callejero, el bon vivant, perdió la razón. Se desconectó del mundo de los vivos. Dicen que fue demencia. Otros que fue Alzheimer. Ningún médico pudo dar el  diagnóstico certero. Vivió como víctima del destino. Murió como héroe. Fue uno de los grandes y su memoria merece respeto.        

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