Hace años
me tocó participar en la producción de un programa de televisión llamado “Nuestra
hora”. Para el scouting entrevistamos
a profesionales de la actuación. Uno de ellos era la hija de la actriz mexicana
Begoña Palacios: de rostro cuadrado, tez rojiza y nariz respingada. Platiqué
unos minutos con ella: se llamaba María Guadalupe Peckinpah Palacios.
Entonces me
enteré que Lupita era la única hija mexicana del director de cine Sam
Peckinpah, uno de los grandes poetas malditos, apache de nacimiento e influencia
principal de Tarantino para sus películas violentas. Analicé los rasgos de la
chica esperando descubrir a la bestia negra de su padre. Pero entre tanta
dulzura femenina la vena paterna se le escondía en un rincón insondable.
Al padre de
la chica no le gustaba que los productores editaran sus películas para atenuar
su violencia extrema. Cuando le mutilaban cada escena sangrienta, Peckinpah
sacaba su pistola y correteaba a sus censores para hacerlos bailar a tiros.
Entonces no quedaba en pie ningún cobarde: Peckinpah se convertía en un potro
salvaje chicoteado por el whisky y la coca.
Bastó que
la MGM amputara personajes completos de su obra maestra “Pat Garret & Billy
The Kid (1973)” para que Sam Peckinpah montara en cólera: se vengó con una
borrachera de meses y renegó de su patria. Decidió nacionalizarse mexicano, lo que
en el Hollywood equivalía a declararse fuera de la ley.
De hecho,
“Pat Garret” es una metáfora de su trayectoria vital: como su creador, los dos
personajes principales (Kris Kristofferson y James Coburn), viajan en redondo
por la frontera mexicana; una eterna huida de sí mismos, acompañados por la
armónica de Bob Dylan, que compuso Knocking
on Heaven´s Doors, para la escena en la que Katy Jurado ve cómo su marido
se desangra hasta morir. Esta película fue criticada por los mismos motivos que
otros la alabamos: tiene guión pero no argumento… como la vida misma.
Ni en sus
peores crisis alcohólicas o de coca, el padre de Lupita Peckinpah soñó con
llamar a las puertas del cielo. Se entendía bien con el demonio en las cantinas
de Torreón, Coahuila, tomando caballitos de tequila. Como sus personajes, todos
ellos seres fracasados, perdedores, incompletos, sabía que “puede que el mundo haya
cambiado, pero yo no” (Pat Garret), así que se exilia en la llanura (“The
Ballad de Cable Houge”, 1970) o escapa sin descanso (“The Getaway”, 1972).
Peckinpah,
el perdedor eterno, despreciaba cualquier autoridad jerárquica (“¿Creen que
porque son jefes más comprensivos los odio menos a ustedes?” reclama el
sargento Steiner a su superior en “Cross of Iron”, 1965) En “The Wild Bunch”
(1969), cuando Ernest Borgnine le dice a William Holden que tras el asalto tendrán
tanto oro para viajar a donde quieran, Holden le pregunta: “¿y a dónde
podríamos ir?”. Los dos se quedan mudos. Tampoco el director del film tenía
claro a dónde podía ir arrastrando su existencia miserable.
El padre de
Lupita Peckinpah nunca buscó el arrepentimiento para salvarse de los infiernos.
Era un forajido a conciencia, no un pecador, porque no conocía el significado
de pecar. Sus dioses eran los dioses de los incorregibles; los que dejan que el
necio se ahogue a gusto en su propio vómito. A la tercera vez que se casó con
Begoña Palacios, Peckinpah pensó que ahora sí se había librado de sus
obsesiones venenosas, pero un infarto lo mató en 1984.
Mientras se
marchaba de mi oficina, miré de reojo a la hija de Peckinpah, triste y aliviado
al mismo tiempo de que Lupita no portara los genes malditos de su padre. Como
si nada se llevó un caramelo a la boca. Y entonces ocurrió lo inesperado:
Lupita ya no mascaba un caramelo sino hojas de tabaco con la derrota elegante de
James Coburn, sonriendo de lado como Kris Kristofferson, dándome la espalda
caída como William Holden y saliendo de la oficina con los pasos erráticos de
Jason Robards en “The Ballad of Cable Houge”, todos ellos dirigidos por ese
viejo cabrón que fue uno de los más grandes directores de cine de todos los
tiempos. Me sentí atrapado por el más allá y dije claramente, para todos los
que pudieran oírme: “¡Que el demonio te pudra en los infiernos, David Samuel
Peckinpah!
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