03 marzo 2014

LA TORRE INSIGNIA DE SAN PEDRO

Con la Torre Insignia de Valle Oriente, San Pedro estrenará para 2018 su primer rascacielos (“macroinmuebles megaaltos”, les apodan aquí los regios ignorantes): 330 metros de altura para ser el edificio más elevado de América Latina. No es la primera vez que se levanta una edificación icónica con ese nombre, así que convendría cambiárselo ahora que pueden sus dueños: a principios de los años sesenta otra Torre Insignia, también llamada Banobras, se irguió con su forma de prisma triangular en la ciudad de México, justo en Tlatelolco, aunque su altura no rebasa los 130 metros (dimensión considerable para aquellos tiempos).

2018 tampoco será un buen año para que los sampetrinos impresionemos al mundo con un rascacielos “medianito”: la firma Gordon Gill Architectura inaugurará ese mismo año en Yeda, Arabia, Saudita, una construcción vertical de más de un kilómetro de altura, muy por encima de los 828 metros del hasta ahora más grande del mundo: Burtj Khalifa, en Dubái. O sea, hay que ponerle más metros a los metros si queremos “apantallar” globalmente.

Pero toco el punto más importante: hace años, unos empresarios de Panamá me invitaron a conocer el Trump Ocean Club Internacional (284 metros de altura, de los edificios más grandes en América Latina). Opiné entonces lo mismo que ahora: construir rascacielos en un entorno de edificios chaparros, suele provocar un impacto contraproducente; desagradables en vez de armónicos; parches en el cielo que opacan los alrededores, sin asimilarse a ellos, por lo que se vuelven brutales en el peor sentido del término.

De no atender el arte visual antes que a su mero estiramiento faraónico, un rascacielos acaba por blasonar la arrogancia privada: de los billetudos y no del pueblo. A cada metro de altura se le empalmará la vulgaridad del gigantismo. Una especie de machismo estético que, con el pecho salido y los hombros echados para atrás, reta la discreción del paisaje circundante. Si “lo bueno, breve, dos veces bueno”, decía Gracián, entonces si lo malo, altísimo, dos veces malo. Eso, descontando que un edificio de tal magnitud acarrea riesgos de seguridad, es mero alarde mercantil y concesión a las leyes de uso de suelo. No es casualidad que los chinos –ejemplo de pueblo actual con pésimo gusto arquitectónico tras siglos de excelencia como constructores – ostenten en su país más de 200 edificios nuevos tan desmesurados como feos.

En San Pedro estuvimos a punto de librarnos de los prejuicios del gigantismo visual: pero con este proyecto que rebasa nuestra situación límite, donde lo grandote equivale a lo innovador, sumaremos un rascacielos más a los 73 construidos solo en 2013 en el mundo, cuyas alturas rebasan los 300 metros. Lo cual no es por fuerza una moda mala si cuidamos las formas y mantenemos la estética de la mesura, advertencia válida en esta tierra norteña tan propensa a romper records globales como la rosca de reyes más grande de todos los tiempos, la carne asada más concurrida que se tenga noticia y el machacado más abundante en cualquier lugar del planeta donde se cocine machacado.


Esperemos que no pase lo mismo con la arquitectura, arte tan respetable como el culinario.

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