Narraré esta historia de la peor especie
del periodismo local sin adjetivarla. Al final daré los nombres y apellidos de
los protagonistas. Un joven reportero fue obligado a arruinar la reputación de
cierto Secretario de Salud (soltando el chisme de que mató a su esposa) porque
no pagó el chayote correspondiente al periódico, eliminó la nómina secreta de
los reporteros de la fuente, quiso acabar con el monopolio de proveedores de
medicamentos y canceló los contratos chuecos en la construcción de un hospital
público. Así se ganó la venganza “de quien manda”. El joven reportero no quiso
prestarse al evidente ilícito.
Empeorando las cosas, un diputado federal,
enemigo del Secretario, pagó a dicho periódico para que hundiera al honesto
rival de su grupo político, consciente de que en la grilla mexicana, la muerte
física no es nada comparada con la muerte civil. La editora del suplemento de
sociales, apéndice del mismo periódico, apreciaba al joven reportero pero debía
ponerse del lado del dueño del medio con quien tenía, por cierto, “sus
quereres”.
Otro periodista decano, más versado en la
práctica del cochupo (su frase célebre es “no me importa que me odien con tal
de que me teman”) recriminó al joven reportero que se negara a escribir tamaña
difamación, cosa normal en el oficio pasquinero, aunque en el fondo, también
admiraba la verticalidad del joven reportero. El viejo periodista reconocía el
“ejercicio lucrativo de la prostitución de la palabra degradada a llenar
cuartillas, columnas, planas hasta hacerla efímera, vacua, escandalosa y
comercial”.
Para apaciguar su rebeldía, el dueño del
periódico dejó que el joven reportero escribiera el reportaje a su gusto, lo
firmara con su nombre en primera plana, pero terminó por publicarlo corregida
por otro redactor más venenoso, al cabo “quien firma el reportaje es lo de
menos. El periódico es lo importante”.
Cuando se enteró de ser usado, el joven
reportero sufrió un ataque de ira e impotente, delante de medio mundo, la
emprendió a golpes y patadas contra el dueño del periódico que lo despidió en
ese mismo instante, aunque curiosamente sin levantarle cargos. Aceptó sin
chistar los gritos del joven reportero que lo acusaba de hacer amarres con el
gobierno, al igual que los demás pasquineros “que los subvenciona y los compra
y calla retacándoles el hocico de billetes”.
Leo los pormenores del caso y no puedo
menos que coincidir con el reportero que subrayó “el asco de la mafia que desde
la impunidad de sus escritos maneja y deshace reputaciones y prestigios; que
falsea la verdad, que calumnia y miente con el mayor descaro, porque al final,
con arrinconar una rectificación, si llega a ser preciso, con eso han
cumplido”. Por supuesto, conozco más de un pseudo periodista, vanidoso como él
solo y pollo pelón bien amaizado a su hora, que se presta a la cobardía de no
rectificar siquiera sus insultos personales.
El nombre del joven reportero es Carlos, el
dueño y director del periódico se llama Alfonso, el diputado federal se
apellida Gómez y el Secretario de Salud es el doctor Fernández. La editora del
suplemento de sociales se llama Marta Crespo y todos son personajes de la obra
de teatro “A ocho columnas” del gran polígrafo mexicano Salvador Novo, montada
el 2 de febrero de 1956, bajo la dirección del propio autor.
Desde luego, es un alivio pensar cómo el
oficio del periodismo ha cambiado tanto desde que se estrenó esta obra de
teatro, a mediados de los años 50, frente a la prensa impresa y por Internet,
tan objetiva y honesta, que se publica ahora en Tamaulipas y Nuevo León.
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