19 febrero 2014

IDALIA TRIANA

Que uno comete errores cuando es joven, eso lo comprendí después. Me gustaría poner en su lugar al muchacho que fui hace muchos años en Monterrey. Regañarlo, dejarlo sin cenar o inventarle un castigo que le duela; un manazo que lo aturda, una lección por lo distraído y decirle: ¿Por qué la dejaste ir?

Es que yo la quise mucho. Platicamos horas y horas, hasta que sus deditos mágicos tocaron mi corazón y apretaron mis latidos. Me leía sus cuentitos, se calaba los lentes grandes, se ajustaba la corbata en su chaleco femenino. Apenas una niña pero más avispada que yo, más lista que yo, menos temerosa para enfrentar las chifladuras del primer amor.

Le regalé una alebrije de madera pintada, la cola enroscada, la lengua naranja y dos alas enormes inútiles para volar. Pero no lo quiso porque le daba miedo: ¿Y si se sale volando por la ventana? ¿Y si me muerde? ¿Y si se come tu alma para dejarme sin ti? Lo regresé a mi cuarto, bajo la ventana. Y el hombre que soy ahora le reclama al joven del alebrije rechazado: ¿Por qué la dejaste ir?

Me dio un beso y se fue en un avión, con dos alas enormes, útiles para volar. Se me salió por la ventana. Y la mala suerte en un país vecino le comió el alma, con sus planes de niña avispada, con los otros artículos que ya no pudo escribir para El Norte, con su voz ronquita y ese talento sobrenatural de escritora nata, de reportera de casta. Y regaño al joven que fui: ¿Por qué la dejaste ir?

Una noche antes de regresar ella del país vecino, al alebrije se le rompieron las alas. Lo digo literal. No es metáfora. Salía de una fiesta y se mató en el coche de un primo: cosas del alcohol y del mal conductor que la llevaba. El avión del día siguiente volvió sin ella a Monterrey. Sin sus lentes grandes, sin su corbatita metida en el chaleco femenino. Pensaba que nuestro amor era eterno y me equivoqué: sólo la muerte perdura. Aquí está el hombre maduro para reprocharle al joven que fui: ¿Por qué la dejaste ir?


Me saca la lengua naranja el alebrije de las alas quebradas. Y me responde como el muchacho que fui: no se, no se por qué la dejé ir. Pero no me alcanzarán los días de mi vida para arrepentirme por los errores que cometí. Ahora tengo más de cuarenta años pero Idalia Triana será eternamente joven. La amaba. Y sólo ella sabe porqué la dejé ir.

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