Por extraños vaivenes del azar visité en
Guadalajara un concurso de mujeres fisiculturistas. Por curiosas variantes de
la suerte, me fotografié con una de estas amazonas sobremusculadas, marcadas
por el gym y la invité a cenar atún sin agua (que es todo lo que puede) en
plaza Andares. Por exóticas argucias metafísicas, la aburrida charla sobre
rutinas corporales y mortificación disciplinaria de la carne, degeneró en una
discusión sobre la espiritualidad a la que por cierto no soy afecto. Pero ni
canjeando a la fisiculturista por el Papa Francisco o por su santidad Paulo
Coelho la velada hubiera sido más santificante.
Ignoro por qué convivir con una mujer cuya
complexión se reduce a puros nervios y músculos expuestos me recordó un poema
de Enzensberger: “No leas odas, hijo mío. Lee los horarios de trenes. Son más
exactos”. Y es que la exactitud del método de vida de la fisiculturista carga
más rigor que cualquier oda o verso alejandrino. Cada segmento de su piel está
cincelado de manera obsesiva-compulsiva como si fueran las catorce sílabas
métricas. Y uno (que también es disciplinado pero sólo para escribir) se sabe
superado por tan férrea atleta. A la larga, acaba por ser divertido adivinar en
cual de esos abultamientos anatómicos se esconde un seno, o cual de sus
innumerables músculos conforma un glúteo.
Por llevarla a mi terreno –acomplejados que
somos todos los hombres – le hablé de una sustancia llamada “miostatina”:
machos y hembras la segregamos por igual y funciona para poner un alto a
nuestro crecimiento muscular. Si no existiera el gen que la produce cada
músculo se hincharía anormalmente. “¿Y se han hecho experimentos para extirpar
este gen?” me pregunta la fisiculturista. Yo le respondo que sí, pero con
vacas. A estos animales se les inhibe la miostatina y entonces desarrollan
doble musculatura: así se consigue doble porción de un mismo corte de carne,
sin reducir ni un gramo su calidad y sabor, además de que sus potentes ubres
producen el triple de leche.
“Qué asco” dice la fisiculturista pero le
recuerdo que los practicantes de su disciplina suelen valerse de un recurso
similar al de las vacas mutantes: los esteroides anabolizantes. De seguir
manipulando sus genes sus descendientes carecerán de miostatina y entonces
nacerá una raza de seres humanos dotados de doble musculatura. Serán la
encarnación a gran escala de Popeye. Una parte de la ciencia llamada eugenesia
ya estudia la posibilidad de cría selectiva de rasgos físicos para que en un
futuro se superen todos los records olímpicos. Los Juegos de Invierno de Sochi
serán inofensivos concursos infantiles frente a los deportistas superdotados
del mañana.
Fue entonces cuando la fisiculturista, en
un arrebato lírico, se puso espiritual: “¿Y por qué no utilizar la cría
selectiva no sólo para mejorar records olímpicos sino para que los seres
humanos del mañana escriban poemas más elevados, pinten óleos aún más
expresivos, o compongan sinfonías incomparablemente hermosas? ¿Por qué no mutar
nuestros genes o desactivar la miostatina mental para hacer de nuestros
descendientes mejores personas, con más ética o para comunicarse mejor y más
profundamente con Dios?” No supe qué contestar, pero su opción de la eugenesia
es preferible a la de mis vacas supermusculosas, por más leche que produzcan
como para que una sola de ellas nutra a todos los becerros de los corrales de
Allende, Nuevo León.
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