12 febrero 2014

LA FISICULTURISTA QUE AMABA A DIOS

Por extraños vaivenes del azar visité en Guadalajara un concurso de mujeres fisiculturistas. Por curiosas variantes de la suerte, me fotografié con una de estas amazonas sobremusculadas, marcadas por el gym y la invité a cenar atún sin agua (que es todo lo que puede) en plaza Andares. Por exóticas argucias metafísicas, la aburrida charla sobre rutinas corporales y mortificación disciplinaria de la carne, degeneró en una discusión sobre la espiritualidad a la que por cierto no soy afecto. Pero ni canjeando a la fisiculturista por el Papa Francisco o por su santidad Paulo Coelho la velada hubiera sido más santificante.

Ignoro por qué convivir con una mujer cuya complexión se reduce a puros nervios y músculos expuestos me recordó un poema de Enzensberger: “No leas odas, hijo mío. Lee los horarios de trenes. Son más exactos”. Y es que la exactitud del método de vida de la fisiculturista carga más rigor que cualquier oda o verso alejandrino. Cada segmento de su piel está cincelado de manera obsesiva-compulsiva como si fueran las catorce sílabas métricas. Y uno (que también es disciplinado pero sólo para escribir) se sabe superado por tan férrea atleta. A la larga, acaba por ser divertido adivinar en cual de esos abultamientos anatómicos se esconde un seno, o cual de sus innumerables músculos conforma un glúteo.

Por llevarla a mi terreno –acomplejados que somos todos los hombres – le hablé de una sustancia llamada “miostatina”: machos y hembras la segregamos por igual y funciona para poner un alto a nuestro crecimiento muscular. Si no existiera el gen que la produce cada músculo se hincharía anormalmente. “¿Y se han hecho experimentos para extirpar este gen?” me pregunta la fisiculturista. Yo le respondo que sí, pero con vacas. A estos animales se les inhibe la miostatina y entonces desarrollan doble musculatura: así se consigue doble porción de un mismo corte de carne, sin reducir ni un gramo su calidad y sabor, además de que sus potentes ubres producen el triple de leche.

“Qué asco” dice la fisiculturista pero le recuerdo que los practicantes de su disciplina suelen valerse de un recurso similar al de las vacas mutantes: los esteroides anabolizantes. De seguir manipulando sus genes sus descendientes carecerán de miostatina y entonces nacerá una raza de seres humanos dotados de doble musculatura. Serán la encarnación a gran escala de Popeye. Una parte de la ciencia llamada eugenesia ya estudia la posibilidad de cría selectiva de rasgos físicos para que en un futuro se superen todos los records olímpicos. Los Juegos de Invierno de Sochi serán inofensivos concursos infantiles frente a los deportistas superdotados del mañana.


Fue entonces cuando la fisiculturista, en un arrebato lírico, se puso espiritual: “¿Y por qué no utilizar la cría selectiva no sólo para mejorar records olímpicos sino para que los seres humanos del mañana escriban poemas más elevados, pinten óleos aún más expresivos, o compongan sinfonías incomparablemente hermosas? ¿Por qué no mutar nuestros genes o desactivar la miostatina mental para hacer de nuestros descendientes mejores personas, con más ética o para comunicarse mejor y más profundamente con Dios?” No supe qué contestar, pero su opción de la eugenesia es preferible a la de mis vacas supermusculosas, por más leche que produzcan como para que una sola de ellas nutra a todos los becerros de los corrales de Allende, Nuevo León.

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