El virtuoso
es sinónimo del hombre más fuerte, del mejor en su rama. Decimos que un
pianista es virtuoso porque es el mejor en su modalidad, sus interpretaciones
al piano están por encima de la media. Hablamos de un virtuoso del balón al
referirnos a un futbolista excepcional. Muchos practicantes pueden destacar en
cada disciplina, pero el virtuosismo es condición de unos cuantos.
Todos
podemos entender la virtud, pero casi nadie podemos asumirla con sus consecuencias
de riesgo y sacrificio. Por eso el virtuoso en la música, en el deporte, en las
letras, es un modelo a seguir para nuestra conducta personal: queremos ser como
él aunque no podamos serlo. Nos gustaría emular sus hazañas, acompañarlo a escalar
el Everest, emparejarlo en un maratón, seguirlo por las dunas arábigas para
encabezar su ejército de beduinos. Pero en los hechos sólo puedo repetir la
vieja sentencia latina: “video meliora proboque” (veo lo mejor y lo apruebo).
Hay algo que pocos saben: los seres humanos aprendemos por comparación y, sobre
todo, por admiración.
No es de
ilusos ver a Michael Michael Schumacher tripulando su Ferrari en una carrera de
F1 y sentirnos que somos él. Ese es el principio de la ética: veo lo mejor y lo
apruebo; veo lo mejor y quiero ser lo que veo, aunque en mi sano juicio no
podría rebasar los límites de velocidad que consiguió el legendario Schumacher.
Quizá esa sea la condición principal del virtuoso: superar los límites, rebasar
cualquier frontera. La gente común somos seres fronterizos, pero nos quedamos
del lado de acá. Schumacher no, porque es el Kaiser, el Barón Rojo, o
simplemente Schumi.
El virtuoso
– virtus significa viril, coraje,
fuerza de carácter – está dominado por el hambre de absoluto: la voluntad inconformista
de ir plus ultra, más allá. ¿Hasta
donde? Si no me lo preguntan lo se, pero si me lo preguntan lo ignoro. Sin
embargo, las hazañas de la virtud, la fascinación del vértigo, gozar la carrera
tras marcar la vuelta rápida, tienen un costo muy alto; todo guerrero sufre el
maleficio de la tragedia. Otros le llaman destino.
Un fuera de
serie es ejemplo ético; un superdotado es materia de fantasía. Y Michael
Schumacher es un fuera de serie, no un superdotado. Ver a un guerrero de la alta
velocidad, en un lecho hospitalario, inmóvil, tan frágil, es un contrasentido: le
devuelve su sentido humano de vulnerabilidad. También lo engrandece más ante
nuestros ojos: es un guerrero que lucha desafiando la vida. Ojalá (así lo
deseamos todos), salga de este duro trance.
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