De todas las campañas electorales
recientes, la de Michoacán del año 2011 fue una de las más peligrosas. Fui a
cubrirla con Obed Campos Junior dos semanas previas a que se cerrara el proceso
comicial y no nos quedaron ganas de volver. Desde entonces se apreciaba un
deterioro social que culminó con un estallido de sangre dos años más tarde.
Pero antes que un estallido, fue una degeneración: la seguridad descendió a
límites intolerables hasta casi rozar la guerra civil. No exagero. Michoacán es
la esencia tenebrosa de lo que se vive en todo México. La vida allá no vale
nada; tampoco los políticos.
Una madrugada, dos días antes de la jornada
electoral, Obed Junior se tropezó en el pasillo del hotel con una pequeña mujer
alcoholizada: era la candidata a gobernadora del PAN, Cocoa Calderón. El
candidato vencedor, el priista Fausto Vallejo, estuvo a punto de no declarar su
triunfo porque sufrió una recaída de su salud en su propio comité de campaña (quién
sabe por qué ganó si su campaña iba al garete). El entonces gobernador Leonel
Godoy era un fantasma mudo, distante de los problemas cotidianos.
Luego, recorriendo los municipios por
carreteras abandonadas, nos detuvo un retén militar, paramilitar o de los
Caballeros Templarios, nunca supimos bien. Nos quisieron confiscar los equipos
de cómputo, las cámaras fotográficas y detener a Obed Junior quizá porque lo
confundieron con un sublevado. El incidente no pasó a mayores pero vivimos en
carne propia la represión oficial.
Comenzaba allá la barbarie en estado puro y
fuimos testigos de los primeros intentos de autodefensa comunitaria en Tierra
Caliente. A estos combatientes civiles les sienta bien una obra teatral de
Günter Grass: “Los plebeyos ensayan la rebelión”. A la gente pobre de Michoacán
no les queda de otra, asolados por gobiernos corrompidos, cárteles sanguinarios
y la siempre flagrante miseria. Quién sabe cuál de estas tres amenazas es la
peor, pero ya rebasaron lo que entonces, hace tres años, se confinaba a tierras
michoacanas. Presiento así una metástasis del cáncer de la ingobernabilidad a
Guerrero, Jalisco y Estado de México, tierras broncas del México profundo.
¿Deben deponer las armas los grupos de
autodefensa y regresar a sus lugares de origen? No: saben que sería un suicidio
para sus más de 7 mil civiles armados. Tampoco el gobierno puede agudizar su
campaña de deslegitimación en contra de ellos: su principal error ha consistido
en enviarles señales contradictorias de negociación y hostilidad a un tiempo.
Hasta ahora, las autoridades federales no operan una estrategia, caminan en
zigzag. El remedio definitivo no puede focalizarse exclusivamente a ese estado:
en realidad, la violencia del crimen organizado es un infierno nacional, con flamas
más vivas e intensas en unas regiones más que en otras.
Sin embargo, la espiral descendente de la
inseguridad nunca toca fondo: siempre puede empeorar y esparcirse como la
pólvora, hasta penetrar en nuestras casas. ¿Tendremos entonces que tomar las
armas para defender a nuestras familias? Los grupos de autodefensa nos han dado
la pauta para responder a este dilema. Todos podemos llegar a ser, en un
hipotético instante de vida o muerte, plebeyos que ensayan la rebelión. Sí,
como los rebeldes de Michoacán.
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