Disfrazada
de bromas y burlas a una artista bella pero mediocre, pillada en un picnic de
millonarios que pretendía ser un safari, una andanada mediática en contra de
los auténticos cazadores anega las medios digitales y desprestigia el oficio
más viejo y a la vez más digno del mundo: la caza y la pesca. Lo de Lucerito no
es cacería sino tecnología de la matanza, ocio aséptico de clases acomodadas;
lo opuesto al romanticismo montaraz que comulga con la fauna en igualdad de
circunstancias. Disparar no es cazar.
Entre una
práctica y otra se abre un abismo de diferencia que bien explicaba don Miguel
Delibes, novelista genial y cazador de vocación: “Lo que hay que preguntarse no
es si la caza es cruel o no lo es, sino qué procedimientos de caza son admisibles
y qué otros no lo son”.
Y es que el
buen cazador cuida por instinto el equilibrio ecológico y se confunde con el
hábitat de las aves, mamíferos y peces que para los citadinos no son más que
posibles trofeos de decoración casera. Pero para el hombre de campo – así se
exilie de por vida en la ciudad enfundado en traje y corbata, o conduciendo un
carro o escribiendo un artículo como es el caso – retornar a lo básico en
temporada de caza es un paréntesis de soledad benéfica, así se haga acompañado
de colegas.
El
verdadero cazador madruga en los montes, resiente las bajas temperaturas, pone
a prueba su conocimiento del terreno, se cansa, anda y se desgasta, busca, calla
para no espantar la presa, va tras ella, sigue sus huellas, camina por la
maleza y come mal en la tienda o en los matorrales. El cazador auténtico está a
solas con su rifle, cavila en su condición mortal de ser humano y regresa a su
virilidad primitiva: es tan libre, rebelde y solitario como el animal silvestre
al que se enfrenta.
La caza
auténtica es una fuga efímera de la vida urbana para recobrar parte de nuestra arcaica
naturaleza nómada: lejos del asfalto, de la calefacción, de la comodidad
hogareña, de los convencionalismos sociales, la cacería es la liberación de los
atavismos tribales sublimados en la cultura urbana, maquillados de convivencia
y buenas maneras, pero latentes en los instintos salvajes transmitidos por
herencia genética que cuando se canalizan bien, a cielo abierto, no tienen
porqué ser malsanos.
No quiero reprocharle
nada a Lucerito (no la conozco ni escucho sus canciones); denuncio, en cambio,
la cacería ramplona, extintora de especies que no ama a los animales y que
derriba venados “puestos” por el placer morboso de fotografiarse con su cadáver,
muertos de antemano por haber sido criados casi en cautiverio como señuelos
cinegéticos. Pero valoro la caza pura, sin trampas tecnológicas, sin
comodidades frívolas y que acepta el duelo justo con los reflejos instintivos y
la sana desconfianza del animal salvaje: el destino y el devenir azaroso de la
vida que juega favorable o desfavorablemente para ambos bandos.
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