16 enero 2014

LUCERO: A LA CAZA DEL BUEN CAZADOR

Disfrazada de bromas y burlas a una artista bella pero mediocre, pillada en un picnic de millonarios que pretendía ser un safari, una andanada mediática en contra de los auténticos cazadores anega las medios digitales y desprestigia el oficio más viejo y a la vez más digno del mundo: la caza y la pesca. Lo de Lucerito no es cacería sino tecnología de la matanza, ocio aséptico de clases acomodadas; lo opuesto al romanticismo montaraz que comulga con la fauna en igualdad de circunstancias. Disparar no es cazar.

Entre una práctica y otra se abre un abismo de diferencia que bien explicaba don Miguel Delibes, novelista genial y cazador de vocación: “Lo que hay que preguntarse no es si la caza es cruel o no lo es, sino qué procedimientos de caza son admisibles y qué otros no lo son”.

Y es que el buen cazador cuida por instinto el equilibrio ecológico y se confunde con el hábitat de las aves, mamíferos y peces que para los citadinos no son más que posibles trofeos de decoración casera. Pero para el hombre de campo – así se exilie de por vida en la ciudad enfundado en traje y corbata, o conduciendo un carro o escribiendo un artículo como es el caso – retornar a lo básico en temporada de caza es un paréntesis de soledad benéfica, así se haga acompañado de colegas.     

El verdadero cazador madruga en los montes, resiente las bajas temperaturas, pone a prueba su conocimiento del terreno, se cansa, anda y se desgasta, busca, calla para no espantar la presa, va tras ella, sigue sus huellas, camina por la maleza y come mal en la tienda o en los matorrales. El cazador auténtico está a solas con su rifle, cavila en su condición mortal de ser humano y regresa a su virilidad primitiva: es tan libre, rebelde y solitario como el animal silvestre al que se enfrenta.

La caza auténtica es una fuga efímera de la vida urbana para recobrar parte de nuestra arcaica naturaleza nómada: lejos del asfalto, de la calefacción, de la comodidad hogareña, de los convencionalismos sociales, la cacería es la liberación de los atavismos tribales sublimados en la cultura urbana, maquillados de convivencia y buenas maneras, pero latentes en los instintos salvajes transmitidos por herencia genética que cuando se canalizan bien, a cielo abierto, no tienen porqué ser malsanos.

No quiero reprocharle nada a Lucerito (no la conozco ni escucho sus canciones); denuncio, en cambio, la cacería ramplona, extintora de especies que no ama a los animales y que derriba venados “puestos” por el placer morboso de fotografiarse con su cadáver, muertos de antemano por haber sido criados casi en cautiverio como señuelos cinegéticos. Pero valoro la caza pura, sin trampas tecnológicas, sin comodidades frívolas y que acepta el duelo justo con los reflejos instintivos y la sana desconfianza del animal salvaje: el destino y el devenir azaroso de la vida que juega favorable o desfavorablemente para ambos bandos.  


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