El 22 de enero de 1994, el oficial de policía de Houston,
Guy P. Gaddis no sabía que uno de los detenidos, Edgar Tamayo, de 45 años,
escondía una pistolita calibre 22 en el calcetín de su pierna derecha. Los subió
en el asiento trasero de su patrulla y se montó al volante. Encendió el
vehículo. Por el retrovisor pudo ver cómo uno de los detenidos maniobraba con
las esposas, le apuntaba con el arma y entonces el parabrisas se salpicó de su
propia sangre. Sus neuronas, en ramilletes sucesivos, se desconectaron y su
cerebro se paralizó al impacto de los tres tiros. Apenas cayó en la cuenta de
sus propios estertores, de la sangre que manaba por la comisura de sus labios,
de sus ojos desorbitados y el rictus de su final instantáneo. Los detenidos huyeron
con las manos esposadas pero fueron cazados más adelante. Uno a uno han sido
condenados a muerte.
Un moderno filósofo estadounidense, Donald Davidson, urdió
el llamado principio de caridad. Se trata de interpretar el habla del otro,
bajo la suposición de que, aunque no compartamos su punto de vista y salvo
pruebas evidentes, sus opiniones son verdaderas o, cuando menos, racionales. Cuando
el otro no puede explicarse, nosotros, como intérpretes, tenemos que ayudarle a
articular correctamente su idea. Desde que me enteré del asesinato del policía
Guy P. Gaddis , creí que el criminal confeso era culpable. Pero quise recurrir
al principio de caridad: ¿son verdaderas o racionales las opiniones de Edgar
Tamayo, condenado a la pena capital en Livingston, Texas?
Tamayo alega que, recostado en el asiento trasero de la
patrulla, con las manos esposadas, no hubiera podido sacar el arma del calcetín
y disparar al policía. Tampoco hallaron sus huellas dactilares. Hicieron la
reconstrucción de hechos con un tirador profesional: no pudo accionar el
gatillo. Luego, Edgar Tamayo pidió una segunda prueba de Harrison, para
detectarle residuos explosivos, porque la primera le dejó resultados negativos.
Pero el examen era costoso, casi 5 mil dólares, y el gobierno de Texas no quiso
erogar de nuevo esa suma considerable. Las autoridades tampoco dieron aviso al
consulado mexicano ni respetaron los derechos humanos del preso. Queda,
finalmente, la confesión de culpabilidad: pero el juez no quiso dejar constancia
que el detenido padece daño cerebral, discapacidad mental y es fácilmente
manipulable. Por cierto, Edgar no entiende bien el idioma inglés.
En este caso, no aplicó nadie el principio de caridad, que
bien puede servirnos para dirimir diferencias domésticas y conflictos globales.
Pero Donald Davidson es un filósofo prácticamente desconocido en el mundo. El
caso de Edgar Tamayo es muy poco atractivo para la mayoría de los medios de
comunicación. Y los gobierno de ambos países, Estados Unidos y México, están
más ocupados en sus disquisiciones políticas, negociaciones instrumentales y
objetivos programáticos, como para pensar en la suerte de un pobre inocente,
uno de tantos, que pasa sus últimas horas de vida en el racista corredor de la
muerte. Total: uno más. Que se las arregle solo. ¿O no?
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