22 enero 2014

LA CORTESÍA DEL ASESINO


El 22 de enero de 1994, el oficial de policía de Houston, Guy P. Gaddis no sabía que uno de los detenidos, Edgar Tamayo, de 45 años, escondía una pistolita calibre 22 en el calcetín de su pierna derecha. Los subió en el asiento trasero de su patrulla y se montó al volante. Encendió el vehículo. Por el retrovisor pudo ver cómo uno de los detenidos maniobraba con las esposas, le apuntaba con el arma y entonces el parabrisas se salpicó de su propia sangre. Sus neuronas, en ramilletes sucesivos, se desconectaron y su cerebro se paralizó al impacto de los tres tiros. Apenas cayó en la cuenta de sus propios estertores, de la sangre que manaba por la comisura de sus labios, de sus ojos desorbitados y el rictus de su final instantáneo. Los detenidos huyeron con las manos esposadas pero fueron cazados más adelante. Uno a uno han sido condenados a muerte.

Un moderno filósofo estadounidense, Donald Davidson, urdió el llamado principio de caridad. Se trata de interpretar el habla del otro, bajo la suposición de que, aunque no compartamos su punto de vista y salvo pruebas evidentes, sus opiniones son verdaderas o, cuando menos, racionales. Cuando el otro no puede explicarse, nosotros, como intérpretes, tenemos que ayudarle a articular correctamente su idea. Desde que me enteré del asesinato del policía Guy P. Gaddis , creí que el criminal confeso era culpable. Pero quise recurrir al principio de caridad: ¿son verdaderas o racionales las opiniones de Edgar Tamayo, condenado a la pena capital en Livingston, Texas?

Tamayo alega que, recostado en el asiento trasero de la patrulla, con las manos esposadas, no hubiera podido sacar el arma del calcetín y disparar al policía. Tampoco hallaron sus huellas dactilares. Hicieron la reconstrucción de hechos con un tirador profesional: no pudo accionar el gatillo. Luego, Edgar Tamayo pidió una segunda prueba de Harrison, para detectarle residuos explosivos, porque la primera le dejó resultados negativos. Pero el examen era costoso, casi 5 mil dólares, y el gobierno de Texas no quiso erogar de nuevo esa suma considerable. Las autoridades tampoco dieron aviso al consulado mexicano ni respetaron los derechos humanos del preso. Queda, finalmente, la confesión de culpabilidad: pero el juez no quiso dejar constancia que el detenido padece daño cerebral, discapacidad mental y es fácilmente manipulable. Por cierto, Edgar no entiende bien el idioma inglés.


En este caso, no aplicó nadie el principio de caridad, que bien puede servirnos para dirimir diferencias domésticas y conflictos globales. Pero Donald Davidson es un filósofo prácticamente desconocido en el mundo. El caso de Edgar Tamayo es muy poco atractivo para la mayoría de los medios de comunicación. Y los gobierno de ambos países, Estados Unidos y México, están más ocupados en sus disquisiciones políticas, negociaciones instrumentales y objetivos programáticos, como para pensar en la suerte de un pobre inocente, uno de tantos, que pasa sus últimas horas de vida en el racista corredor de la muerte. Total: uno más. Que se las arregle solo. ¿O no?

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