Una mujer ha sido cortada por su pareja. Está en
su habitación de soltera, tirada en el suelo, esperando frente a un teléfono la
llamada de su ex amante. Aferrada a su pasado, la mujer es un animal herido que
se desangra lentamente y lucha para que su hombre le haga una confesión
sincera. Quiere salvar así la memoria limpia del amor que existió entre los
dos.
Esta drama se titula “La Voz Humana” y fue
escrito por Jean Cocteau en 1930, en forma de monólogo interior, sobre una
mujer que sufre un desengaño amoroso y que ahora ha sido montada magistralmente
en el Teatro Hidalgo de la ciudad de México. Me ha pedido mi amiga Lidia
Vasconcelos, maestra en letras, que la acompañe a verla. Paso por ella a su
departamento de Polanco, cerca del parque Lincoln. Lidia vive sola, acompañada
por tres gatas y es experta en Cocteau, al grado de escribir su tesis doctoral
sobre el ángel misterioso que soñó el célebre artista francés y que aparece
volando desde el más allá en varias de sus obras portentosas.
--Más que un ángel-- me advierte Lidia – es el
demonio del amor. Cocteau lo bautizó como Heurtebise y suele encarnar en
cuerpos humanos. Investigo desde hace años sus orígenes míticos y literarios.
Heurtebise es el ejemplo perfecto de que el arte es complejidad, rebuscamiento,
búsqueda de lo absoluto. A diferencia de la vida ordinaria que debe ser
metódica y simple. Yo odiaría a la mujer despechada de “La Voz Humana” si de
verdad existiera.
--Existe – le respondo yo --. Está en el corazón
de cualquier mujer rota por apego a un amor perdido. Tú no lo sabes de estas
cosas porque cambias de pareja como de blusas: eres más práctica que una silla
plegadiza.
--Y así soy razonablemente feliz – cierra el
debate Lidia – Toda pasión es un desorden de los sentimientos. Y yo con mis
gatos vivo tranquila. El rebuscamiento hay que déjaselo a las novelas, a las
obras de teatro, a Heurtebise, el demonio del amor. Eso debería saberlo tanta
chica enamoradiza de ahora. No hay paraíso sin serpiente.
Caminamos al teatro Hidalgo. El único personaje
de la obra de Cocteau lo interpreta la actriz Karina Gidi. En una butaca
contigua a las nuestras, una joven solitaria llora discretamente casi toda la
función. En especial cuando la protagonista le dice a su ex amante que la
escucha al otro lado del teléfono: “Yo sabía que esto tenía que suceder. Lo que
pasa es que hay muchísimas mujeres que creen que se van a pasar la vida entera
junto al hombre que quieren y de pronto, cuando llega la hora, no estaban nada
preparadas para la ruptura”. Termina el drama y la joven solitaria continúa
llorando. Mi amiga Lidia la sigue hasta el vestíbulo:
--Estas mal, muchachita. Aprende a separar lo que
es el arte de lo que es la vida real – la regaña delante mío --. En el mundo de
los vivos las cosas son más simples, más prácticas. Debería darte vergüenza
llorar así.
Lidia regresa a su departamento con un aire
marcial. Se siente más poderosa, más plena y superior que los demás mortales:
sirve decidida en unos platitos de aluminio las croquetas a sus gatas; las
acaricia con un dejo de autosuficiencia. Ha demostrado a las muchachitas
ingenuas que ella sí sabe diferenciar entre el arte y la vida; entre su
existencia feliz con los felinos, y la existencia mágica, compleja, de Heurtebise,
el demonio del amor. Me despido de ella después de darle un dato poco conocido:
--¿Sabes de dónde se inspiró Cocteau para
bautizar a su Heurtebise? De un simple aparato mecánico. Ese complejo y
artístico demonio al que te refieres en tu investigación debe su nombre a la
marca del elevador del edificio donde vivía Cocteau. Tan vulgar descubrimiento
práctico, de origen nada elevado, no da para una tesis.
Mi amiga me mira incrédula y yo,
por primera vez, comienzo a sentir piedad por ella y por todos los demás seres
sin alma que no han sufrido nunca el mal del desamor. ¿Qué será peor?
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