Le cuento a Emma Sahers, anciana
judía que vive en Coyoacán, cómo nos pasan a una sala vieja, maloliente y sin
ventilación. Un burócrata revisa cada documento nuestro: copias de trámites,
fichas de depósito, escrituras, actas notariadas, últimos recibos con sus
respectivos sellos. Algunos bienaventurados logramos sortear esta primera
aduana. Es la delegación de la Tesorería del Distrito Federal en Coyoacán.
Busco un módulo dónde tomar la ficha de turno. No lo hay. Otro empleado me
ordena esperar al final de una hilera de asientos de plástico, la mayoría
quebrados. Los usuarios detrás mío me advierten a gritos: debo correrme de un
banco a otro, en la medida en que son citados los que van adelante de mí, hasta
llegar a la meta del mostrador de fórmica. Entonces caigo en la cuenta de que
la burocracia es la evidencia palpable de que la eternidad existe.
Emma Sahers me explica que en el
puerto de Marsella, en 1942, le pasó “casi lo mismo” que a mí: su familia era
judía y buscaba como cosa perdida un país que les diera asilo. En una sala
parecida a un gallinero, los consulados improvisaban la sección de visado de
sus prefecturas: la gente esperaba comprar un billete de barco, gestionar un
pasaporte, obtener un pase de tránsito. Era una suerte de subasta humana:
podían pasarse semanas y meses sin que nadie se movieran de ahí, en ese no-lugar.
Emma Sahers logró llegar a México
con su familia, pero me cuenta que cuando algunos barcos repletos de refugiados
no eran acogidos en ningún puerto, la burocracia marsellesa dejaba morir a los
pasajeros en alta mar, porque sus documentos habían expirado días antes. Ella
era muy niña entonces, pero la mente infantil no olvida los momentos de
crueldad: esto caló muy hondo en su ánimo para siempre.
La burocracia, le digo a Emma Sahers,
es la abolición de la coherencia humana: elimina cualquier sentido, disuelve
toda forma. El burócrata es el hechicero de lo amorfo: ni siquiera los individuos
son su presa: somos simples objetos inútiles, cifras, abstracciones.
El paraíso del burócrata – si lo hubiera, porque el buen burócrata no sueña, ni
está en vigilia, simplemente flota en su pesada somnolencia -- no consistiría en
vivir en medio de una muchedumbre con los ardores humedecidos y la voluntad
sometida: el paraíso del burócratas es más bien una turba de autómatas, sin
rostro, a quienes no ocupa vencer ni doblegar. Emma Sahers me añade que todo burócrata es
cartesiano: separa filosóficamente (como Descartes), el ser y las cosas. Pero
se queda con las cosas. Y deshecha el ser.
Entonces le cuento la historia de
un muerto: Dios dejó pendiente la decisión divina de su destino final. Entre
tanto, San Pedro lo sentó en una banca de plástico, en una sala de madera y el
muerto esperó impaciente unas horas (como yo en Coyoacán), muchos meses (como
Emma Sahers en Marsella), luego años y décadas enteras. Llorando, desesperado,
el muerto rogó que se le dictara sentencia porque su situación era ya insoportable.
San Pedro por fin le respondió: “¿Cómo que sigues esperando imbécil? Hace mucho
tiempo que ya estás en el infierno”.
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