19 diciembre 2013

EL LUGAR SIN LÍMITES DE LA BUROCRACIA


Le cuento a Emma Sahers, anciana judía que vive en Coyoacán, cómo nos pasan a una sala vieja, maloliente y sin ventilación. Un burócrata revisa cada documento nuestro: copias de trámites, fichas de depósito, escrituras, actas notariadas, últimos recibos con sus respectivos sellos. Algunos bienaventurados logramos sortear esta primera aduana. Es la delegación de la Tesorería del Distrito Federal en Coyoacán. Busco un módulo dónde tomar la ficha de turno. No lo hay. Otro empleado me ordena esperar al final de una hilera de asientos de plástico, la mayoría quebrados. Los usuarios detrás mío me advierten a gritos: debo correrme de un banco a otro, en la medida en que son citados los que van adelante de mí, hasta llegar a la meta del mostrador de fórmica. Entonces caigo en la cuenta de que la burocracia es la evidencia palpable de que la eternidad existe.

Emma Sahers me explica que en el puerto de Marsella, en 1942, le pasó “casi lo mismo” que a mí: su familia era judía y buscaba como cosa perdida un país que les diera asilo. En una sala parecida a un gallinero, los consulados improvisaban la sección de visado de sus prefecturas: la gente esperaba comprar un billete de barco, gestionar un pasaporte, obtener un pase de tránsito. Era una suerte de subasta humana: podían pasarse semanas y meses sin que nadie se movieran de ahí, en ese no-lugar.

Emma Sahers logró llegar a México con su familia, pero me cuenta que cuando algunos barcos repletos de refugiados no eran acogidos en ningún puerto, la burocracia marsellesa dejaba morir a los pasajeros en alta mar, porque sus documentos habían expirado días antes. Ella era muy niña entonces, pero la mente infantil no olvida los momentos de crueldad: esto caló muy hondo en su ánimo para siempre.

La burocracia, le digo a Emma Sahers, es la abolición de la coherencia humana: elimina cualquier sentido, disuelve toda forma. El burócrata es el hechicero de lo amorfo: ni siquiera los individuos son su presa: somos simples objetos inútiles, cifras, abstracciones. El paraíso del burócrata – si lo hubiera, porque el buen burócrata no sueña, ni está en vigilia, simplemente flota en su pesada somnolencia -- no consistiría en vivir en medio de una muchedumbre con los ardores humedecidos y la voluntad sometida: el paraíso del burócratas es más bien una turba de autómatas, sin rostro, a quienes no ocupa vencer ni doblegar. Emma Sahers  me añade que todo burócrata es cartesiano: separa filosóficamente (como Descartes), el ser y las cosas. Pero se queda con las cosas. Y deshecha el ser.

Entonces le cuento la historia de un muerto: Dios dejó pendiente la decisión divina de su destino final. Entre tanto, San Pedro lo sentó en una banca de plástico, en una sala de madera y el muerto esperó impaciente unas horas (como yo en Coyoacán), muchos meses (como Emma Sahers en Marsella), luego años y décadas enteras. Llorando, desesperado, el muerto rogó que se le dictara sentencia porque su situación era ya insoportable. San Pedro por fin le respondió: “¿Cómo que sigues esperando imbécil? Hace mucho tiempo que ya estás en el infierno”.

Un filosofo francés dijo que el infierno es la mirada de los otros; un pensador argelino que el infierno son los otros. No: más bien el infierno es la burocracia que hace de la espera un refinado arte de torturar a los otros. Algún pecado estaremos purgando los ciudadanos que acudimos a la Tesorería del Distrito Federal en Coyoacán. Y Emma Sahers, maestra en guardar paciencia hasta la eternidad, se ríe discretamente de mí.

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