
Una edecán
le sostiene el portafolio Louis Vuitton,
otra le cuida la mariconera y las gafas de sol, otra más funge de asistente
suya, con iPad y bolígrafoTiffany,
sólo útil para el lucimiento cool. Son lujos personales, sí, pero bien lo valen
los más de 180 millones de libros suyos vendidos en los cinco continentes,
donde habla en forma de relatos y parábolas místicas sobre lo superfluo que son
los bienes materiales y la bondad eterna de los espíritus desinteresados. Se
llama Paulo Coelho y para la mayoría de los lectores en casi todas las lenguas es
mejor escritor que Gabriel García Márquez.
Sus libros
de autoayuda, comenzando por ese portento de prosa santa titulado “El
alquimista”, son equiparables a “Las mil y una noche”, en versión Twitter. Claro,
como todos los genios, tiene sus detractores (¡se vive en un mundo de
mezquindad!). Uno de ellos escribe la columna Zona Pública y osa comparar los estímulos motivacionales de Coelho
con ingerir un shot de tequila en un
antro: pega duro un instante, parece quemar la tráquea del valiente y luego se
va con la orina en cualquier baño público.
Pero Coelho
nos ha heredado verdades de altas repercusiones bíblicas: ¿para qué la
disciplina, la constancia, el esfuerzo de aprender a fondo una materia, si
basta con vivir once minutos de
motivación intensa? ¿Para qué ser un simple profesional si se puede ser un gran
motivado? ¿Para qué entrar a la
universidad, terminar una carrera, elegir una maestría, si se puede ser un
“guerrero de la luz” y con eso escalar la “quinta montaña” y hallar lo más
importante en la cumbre que es “nuestro destino”?
Ignoro cual
será el destino de las edecanes de Paulo Coelho si un día Dios se lleva a
nuestro maestro espiritual a intercambiar con él, en el cielo, sus mutuas e
infinitas sabidurías. Las pobres andarán dándose de tumbos en el mundo como
pollos sin cabeza. Acaso terminen cargando el portafolios, las gafas de sol, el
iPad y el bolígrafo a uno de tantos gurúes farsantes que escriben pendejadas
como si fueran preclaras iluminaciones divinas. Mejor la muerte que ese futuro
sin honra ni metas trascendentales: no quisiera dar pie para imaginarlo
siquiera.
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