Si me preguntaran qué es el
cine, respondería que es Peter OToole en la película Lawrence de Arabia soplando a un cerillo para que se despliegue en
la gran pantalla el amanecer del desierto arábico.
Guardando toda proporción
O´Toole fue el Nelson Mandela del Séptimo Arte. Ambos fueron jóvenes rebeldes,
indomables y belicosos y eran igual de altos: más de 1.80 de estatura. Sin
proponérselo, irrumpieron en la vorágine de la historia. Mandela al frente del
Congreso Nacional Africano. O´Toole frente a las cámaras que grabaron la
inmortal Lawrence de Arabia.
Tras un inicio profesional luminoso,
el poder establecido (político en
uno, cinematográfico en otro), los silenció: remitiéndolos por décadas a una isla
(real en el caso de Mandela; virtual en el caso de O´Toole). El rostro y el
nombre de Mandela despareció oficialmente del reconocimiento público. O´Toole fue
borrado de la premiación de los Óscars: lo nominaron muchas veces pero la
Academia no quiso darle la estatuilla. Mandela se resignó a la prisión de una
mina; O´Toole al cautiverio del alcohol.
Ya viejos, el establishement
neoliberal los creyó domesticados: cerillos consumidos por la falta de oxígeno.
Sacó a Mandela de la cárcel en 1990, pensando que trabajaría para ellos. O´Toole
recibió un Oscar honorífico (2003) con el que las grandes empresas del cine quisieron
lavarse la deshonra.
Educados a la inglesa –aunque
O´Toole era irlandés y Mandela sudafricano --, fueron dueños de una ironía muy
británica. “Me pasé 27 años haraganeando en una isla” dijo Mandela a los
afrikáners con falsa modestia. “No me den este Óscar, espérenme a lograr una
actuación digna para merecerlo”, dijo un anciano O´Toole a la Academia con
humildad fingida.
Los dos tuvieron debilidad
por las mujeres: eran seductores nada magnánimos con ellas. En el ocaso de sus
vidas, pero aún con el mundo a sus pies, renunciaron a sus privilegios. Mandela
se apartó sorpresivamente de la política en 1999; O´Toole anunció su retiro del cine en 2012.
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