13 diciembre 2013

DANIELA SE DESPIDE DE LA VIDA




Daniela mira fijamente la televisión, congelada para siempre en un rictus de fastidio. Pero sus ojos no observan nada. Parapléjica, cubre su regazo inerte con un cobertor. La alimenta una sonda. Ya solo emite gruñiditos suaves, ininteligibles, diría que mecánicos, si no fuera porque dentro de este armazón rígido, yace el alma de un  ser humano que fue, ¿que sigue siendo? No sé si me reconoce o si en un rincón de su cerebro aún guarda los poemas de San Juan de la Cruz. Salgo de su casa y una hora después me llama su hermano. Murió tranquila. La sepultarán mañana. Los labios secos de Daniela dejaron escapar por fin su alma presa. Siento un no se qué, que queda balbuceando.   

La vuelvo a ver al cabo de una semana. Se consume rápidamente: quizá para ella es lo mejor. Sigue lúcida porque apenas me divisa en el marco de la puerta y balbucea un saludo, o una despedida oportuna: no lo se. Se hunde en su silla de ruedas. Ha dejado de mover sus extremidades a excepción del brazo izquierdo; me tiende su mano frágil en plan de saludo. Y luego garrapatea dos palabras con caligrafía infantil, ¡ella que presentó su tesis sobre San Juan de la Cruz! Me enseña lo escrito: dice “te quiero”. La abrazo y siento humedecerse mi camisa con sus lágrimas; cosa imposible porque ella ya no puede llorar. Yo también la quiero.

Un mes sin visitarla y Daniela me lo reprocha ignorándome. Aprieta sus labios gruesos. Su hermano me confiesa que, por orgullo, ella no quiere sentarse en una silla de rudas: sería como aceptar el comienzo de su final. Arrastra sus piernas de trapo por toda la casa y adrede me empuja cuando pasa a mi lado: es su venganza en contra mía. Está descalza. Se tropieza con sus propios pies y cae en el comedor. Luego se ríe como si fuera una gracia. En el suelo la bata se le repliega por los muslos y asoman los bordes blancos, elásticos, de un pañal.

Esa semana la pierna izquierda se le inflamó sin aparente motivo. Su hermano me pide acompañarla a conocer el resultado de los exámenes médicos. Yo no quiero ir: imagino lo peor. Prefiero visitarla en su casa, y la propia Daniela me abre la puerta. “Cobarde” me acusa sonriendo. Camina con muletas y dice que le calan las axilas. Más tarde Daniela me cuenta el diagnóstico. El médico no es optimista: esclerosis lateral amiotrófica. Noto que la pierna derecha se le rezaga al caminar. Y que a ratos babea. ¿Es el comienzo de su deterioro irreversible? “Me viene un no se qué, que queda balbuceando” susurra ella y yo no le respondo nada.

Entro a casa de mi amigo y me presenta a su hermana. Una muchacha de labios gruesos, que exhibe la agilidad de su juventud, enfundada en ropa deportiva. “Estudia letras” me aclara mi amigo y ella responde que escribe su tesis sobre San Juan de la Cruz. Le digo que el místico español depuró tanto su lenguaje, que al final se quedó sin palabras. Para hablar de Dios, por ejemplo, siente “un no se qué, que queda balbuceando”. Ella responde que su peor tormento sería enmudecer porque “de la abundancia del corazón habla la boca”. Entonces me planta un beso y casi me grita su nombre de pila: “Soy Daniela”.

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