La vuelvo a ver al cabo de una semana. Se consume rápidamente:
quizá para ella es lo mejor. Sigue lúcida porque apenas me divisa en el marco
de la puerta y balbucea un saludo, o una despedida oportuna: no lo se. Se hunde
en su silla de ruedas. Ha dejado de mover sus extremidades a excepción del
brazo izquierdo; me tiende su mano frágil en plan de saludo. Y luego garrapatea
dos palabras con caligrafía infantil, ¡ella que presentó su tesis sobre San Juan
de la Cruz! Me enseña lo escrito: dice “te quiero”. La abrazo y siento
humedecerse mi camisa con sus lágrimas; cosa imposible porque ella ya no puede
llorar. Yo también la quiero.
Un mes sin visitarla y Daniela me lo reprocha ignorándome. Aprieta
sus labios gruesos. Su hermano me confiesa que, por orgullo, ella no quiere sentarse
en una silla de rudas: sería como aceptar el comienzo de su final. Arrastra sus
piernas de trapo por toda la casa y adrede me empuja cuando pasa a mi lado: es
su venganza en contra mía. Está descalza. Se tropieza con sus propios pies y
cae en el comedor. Luego se ríe como si fuera una gracia. En el suelo la bata se
le repliega por los muslos y asoman los bordes blancos, elásticos, de un pañal.
Esa semana la pierna izquierda se le inflamó sin aparente
motivo. Su hermano me pide acompañarla a conocer el resultado de los exámenes
médicos. Yo no quiero ir: imagino lo peor. Prefiero visitarla en su casa, y la
propia Daniela me abre la puerta. “Cobarde” me acusa sonriendo. Camina con
muletas y dice que le calan las axilas. Más tarde Daniela me cuenta el
diagnóstico. El médico no es optimista: esclerosis lateral amiotrófica. Noto
que la pierna derecha se le rezaga al caminar. Y que a ratos babea. ¿Es el
comienzo de su deterioro irreversible? “Me viene un no se qué, que queda
balbuceando” susurra ella y yo no le respondo nada.
Entro a casa de mi amigo y me presenta a su hermana. Una
muchacha de labios gruesos, que exhibe la agilidad de su juventud, enfundada en
ropa deportiva. “Estudia letras” me aclara mi amigo y ella responde que escribe
su tesis sobre San Juan de la Cruz. Le digo que el místico español depuró tanto
su lenguaje, que al final se quedó sin palabras. Para hablar de Dios, por
ejemplo, siente “un no se qué, que queda balbuceando”. Ella responde que su peor
tormento sería enmudecer porque “de la abundancia del corazón habla la boca”.
Entonces me planta un beso y casi me grita su nombre de pila: “Soy Daniela”.
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