20 diciembre 2013

HISTORIA PERSONAL DE NAVIDAD

El mejor chef que he conocido abandonó un buen día a su mujer y a sus dos hijos en un suburbio de París y se fue a vivir a un pueblo fronterizo del noreste de México llamado Río Bravo. Comenzaban los años ochenta y el hombretón güero y medio jorobado, que apenas chapurreaba el español, no podía pasar desapercibido en una colonia popular donde los contrabandistas imponían su ley y los polleros escondían a los indocumentados en gallineros y cobertizos clandestinos.

--Cocina un lomo salteado de su puta madre – nos recomendó a mi familia el Padre Bigotes, sacerdote español, avecindado también en este agujero del desierto. Un domingo, después de oficiar la misa, nos llevó casi a la fuerza al bistró del extranjero solitario, que resultó ser una casucha de ladrillos con dos mesas y una estufa vieja. Apretujados, nos sentamos como pudimos en unas sillas de lámina y mi padre espantó a un perro callejero que me olfateaba hambriento. “Est mon animal de compagnie”, le advirtió molesto el chef.

“El platillo de hoy es lomo salteado” – repitió el Padre Bigotes y yo, todavía niño, completé la esperada frase: “y está de su puta madre”. El chef francés levantó del suelo una botella mal tapada con un corcho y la escanció en unas copas de vidrio. “Prepárense a catar el mejor vino casero que hayan probado nunca”, dijo el Padre Bigotes engolando la voz y yo, que nunca había probado vino, ni casero ni industrial, lo acepté de buena gana. A los pocos minutos creí que mis retortijones se debían a mi inexperiencia vinífera pero noté que mi padre también se aguantaba el asco. El padre Bigotes seguía con su perorata: “Es uva tinta de sabor dulce que entre mi amigo francés y yo aplastamos para sacarle el jugo a la vieja usanza, o sea, con los pies”.

El chef se sirvió más vino en un vaso desechable, se colgó en el brazo un morral de plástico, azuzó al perro y se fue sin despedirse. “Salió a comprar las viandas” nos aclaró el Padre Bigotes. Cuando regresó al cabo de una hora, nos encontró a los tres comensales muy inspirados por el vino que para entonces no me sabía tan mal. Y lo cierto es que el lomo salteado también resultó un verdadero manjar.

El padre Bigotes nos hizo una confesión: “Yo no se por qué este pelmazo dejó esposa e hijos en Francia. Pero no va a regresar allá: tiene tanto remordimiento de haberlo hecho que no es capaz de volver con la mujer”. Luego tuvo la gentileza de traducírselo a su amigo el chef que respondió enigmático: “es que el amor es insensato”. Y muy borrachos se pusieron a cantar “Non, je ne regrette rian” (no, yo no me arrepiento de nada). Luego, al compás de la melodía, como dos hermanos huérfanos, el Padre Bigotes y el chef se pusieron juntos a bailar.

Mi padre y yo volvimos al bistró de Río Bravo un par de veces. Pero una víspera de Noche Buena, el Padre Bigotes nos insistió especialmente para que lo acompañáramos a comer el lomo salteado de su puta madre. El chef estaba nostálgico: nos sirvió su vino casero y yo me lo tomé de un trago. Entonces el Padre Bigotes hizo otra confesión: “Yo no me arrepiento de haber dejado a mi madre en España, por eso vuelvo allá las veces que yo quiero”. El chef asentía a cada palabra, como si entendiera bien el español. Juntos, nos pusimos a medio cantar “Non je ne regrette rien”. Me sentí sereno y feliz.


El chef rellenó de vino un vaso desechable, se colgó en el brazo el morral de plástico, azuzó al perro y se fue sin despedirse. Antes, gritó a voz en cuello su frase de batalla: “el amor es insensato”. Seguimos brindando. Hablamos del olvido, de la memoria y del dolor que causa lo que no se vuelve a ver. Al cabo de un par de horas me entraron ganas de comer algo. Pregunté por nuestro amigo, el chef y el Padre Bigotes me respondió: “Ese no regresa”. Lo miré desconcertado, insistí en saber a dónde se había ido y añadió seco, con la sonrisa socarrona de quien lo entiende todo, lo adivina todo y comprende que no todo está perdido: “A París. ¿A dónde coños habría de irse? ”.

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