El mejor chef que he conocido abandonó un
buen día a su mujer y a sus dos hijos en un suburbio de París y se fue a vivir a
un pueblo fronterizo del noreste de México llamado Río Bravo. Comenzaban los años
ochenta y el hombretón güero y medio jorobado, que apenas chapurreaba el
español, no podía pasar desapercibido en una colonia popular donde los
contrabandistas imponían su ley y los polleros escondían a los indocumentados
en gallineros y cobertizos clandestinos.
--Cocina un lomo salteado de su puta madre
– nos recomendó a mi familia el Padre Bigotes, sacerdote español, avecindado
también en este agujero del desierto. Un domingo, después de oficiar la misa,
nos llevó casi a la fuerza al bistró del extranjero solitario, que resultó ser
una casucha de ladrillos con dos mesas y una estufa vieja. Apretujados, nos
sentamos como pudimos en unas sillas de lámina y mi padre espantó a un perro
callejero que me olfateaba hambriento. “Est
mon animal de compagnie”, le advirtió molesto el chef.
“El platillo de hoy es lomo salteado” –
repitió el Padre Bigotes y yo, todavía niño, completé la esperada frase: “y
está de su puta madre”. El chef francés levantó del suelo una botella mal
tapada con un corcho y la escanció en unas copas de vidrio. “Prepárense a catar
el mejor vino casero que hayan probado nunca”, dijo el Padre Bigotes engolando
la voz y yo, que nunca había probado vino, ni casero ni industrial, lo acepté
de buena gana. A los pocos minutos creí que mis retortijones se debían a mi
inexperiencia vinífera pero noté que mi padre también se aguantaba el asco. El
padre Bigotes seguía con su perorata: “Es uva tinta de sabor dulce que entre mi
amigo francés y yo aplastamos para sacarle el jugo a la vieja usanza, o sea,
con los pies”.
El chef se sirvió más vino en un vaso
desechable, se colgó en el brazo un morral de plástico, azuzó al perro y se fue
sin despedirse. “Salió a comprar las viandas” nos aclaró el Padre Bigotes.
Cuando regresó al cabo de una hora, nos encontró a los tres comensales muy
inspirados por el vino que para entonces no me sabía tan mal. Y lo cierto es
que el lomo salteado también resultó un verdadero manjar.
El padre Bigotes nos hizo una confesión:
“Yo no se por qué este pelmazo dejó esposa e hijos en Francia. Pero no va a
regresar allá: tiene tanto remordimiento de haberlo hecho que no es capaz de
volver con la mujer”. Luego tuvo la gentileza de traducírselo a su amigo el
chef que respondió enigmático: “es que el amor es insensato”. Y muy borrachos
se pusieron a cantar “Non, je ne regrette
rian” (no, yo no me arrepiento de nada). Luego, al compás de la melodía,
como dos hermanos huérfanos, el Padre Bigotes y el chef se pusieron juntos a
bailar.
Mi padre y yo volvimos al bistró de Río
Bravo un par de veces. Pero una víspera de Noche Buena, el Padre Bigotes nos
insistió especialmente para que lo acompañáramos a comer el lomo salteado de su
puta madre. El chef estaba nostálgico: nos sirvió su vino casero y yo me lo
tomé de un trago. Entonces el Padre Bigotes hizo otra confesión: “Yo no me
arrepiento de haber dejado a mi madre en España, por eso vuelvo allá las veces
que yo quiero”. El chef asentía a cada palabra, como si entendiera bien el
español. Juntos, nos pusimos a medio cantar “Non je ne regrette rien”. Me sentí sereno y feliz.
El chef rellenó de vino un vaso desechable,
se colgó en el brazo el morral de plástico, azuzó al perro y se fue sin
despedirse. Antes, gritó a voz en cuello su frase de batalla: “el amor es
insensato”. Seguimos brindando. Hablamos del olvido, de la memoria y del dolor
que causa lo que no se vuelve a ver. Al cabo de un par de horas me entraron
ganas de comer algo. Pregunté por nuestro amigo, el chef y el Padre Bigotes me
respondió: “Ese no regresa”. Lo miré desconcertado, insistí en saber a dónde se
había ido y añadió seco, con la sonrisa socarrona de quien lo entiende todo, lo
adivina todo y comprende que no todo está perdido: “A París. ¿A dónde coños
habría de irse? ”.
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