Hace muchos
años publiqué un libro sobre don Gaspar de Guzmán, Conde-duque de Olivares.
Algunos lectores me preguntaron para qué investigué la vida de un funcionario
monárquico español del siglo XVII que nada tiene que ver con nosotros: el Conde–duque
es una figura remota, de otra época, otras circunstancias, otro continente e
incluso otra cosmología.
Mi
respuesta es doble: primero porque me dio la gana. Segundo porque quise saber qué
sucede cuando una figura monárquica, dictatorial o autoritaria intenta reformar
a medias el andamiaje del poder político.
El
Conde-duque buscó la gloria y acabó en un completo desastre : nadie como él
simboliza a los cortesanos favoritos de los reyes, comúnmente nombrados
“privados” o “validos” reales; nadie como él, al mismo tiempo, representa a los burócratas reformadores,
incapaces de escapar del centro de gravedad que los limita y los somete, con lo
que acaban por ser destituidos, humillados y ofendidos; desgracia que los lleva
– al menos en el caso de nuestro Conde-duque – a volverse locos de remate.
Cuando don
Gaspar de Guzmán fue nombrado Sumiller de Corps (o Gentil Hombre de Cámara) de Felipe
IV, asumió el poder con dos frases irreconciliables. Por una parte dijo: “El
presente estado en el que se hallan estos reinos es por ventura el peor en que
se han visto jamás”. Por otra parte proclamó sin tibiezas: “ahora todo es mío”.
No exageraba en ninguno de los dos casos. Como pocos de sus contemporáneos, el
Conde-Duque combinó en su persona la visión del rancio autoritarismo con la
audacia del innovador. Consignó sus objetivos en la obra “Instrucción secreta o
Gran Memorial”, fechada el 25 de diciembre de 1624, precursora de los actuales
planes de gobierno.
En breve
tiempo (1622) Olivares lanzó una serie de iniciativas para transformar las
instituciones, reestructurar el aparato de gobierno y sanear las finanzas reales.
Cuentan que dormía a duras penas cuatro horas y trabajaba las restantes. Con la
idea de renovar la moral de la Corte y ganarse al pueblo, encarceló al antiguo
favorito del rey, duque de Oceda y al virrey de Nápoles, duque de Osuna,
acusándolos de malversación de fondos. Luego expidió un novedoso decreto,
inventado por él, para que los burócratas presentaran en un lapso no menor a
diez días su declaración patrimonial y de bienes, “porque la experiencia enseña
que entran con poco y salen con mucho”.
También
tuvo por primera vez en la historia la ocurrencia de recortar el personal de
una Corte, crear comisiones de gobierno, implantar una cosa extraña que
denominó servicio civil de carrera, capacitar élites profesionales en cada rama
pública, idear mecanismos para estimular las pequeñas empresas y aplicar una
severa reforma fiscal cobrando impuestos de 5% a los patrimonios superiores a
dos mil ducados. ¿Le parecen conocidas al lector estas medidas? Cada una fueron
inventadas por nuestro peculiar héroe.
Don Gaspar
de Guzmán fracasó en todas ellas. Sus reformas disgustaron a los nobles
castellanos, acostumbrados al patronazgo y a robar del presupuesto real,
beneficiados por Felipe IV con mercedes y cargos públicos que luego heredaban a
sus hijos. En pocos meses, el Conde-duque fue acusado de privilegiar a sus
parientes y amigos cercanos, de malversar los recursos públicos que él mismo
decía cuidar, de querer sustituir la oligarquía vigente por otra nacida de su
obra y cuño y en suma, de no tomar en cuenta a la clase gobernante que también
rodeaba al rey. ¡Tamaño desacato!
Para
entonces, el reformador era víctima del repudio popular, “sin honra e infamado
por todo el mundo” como él mismo se describió. Huyó de Palacio y en lo sucesivo
nadie volvió a mencionarlo. Sus enemigos se esmeraron en llevarlo a juicio y
lincharlo moralmente. En los años posteriores se borró su nombre y se renegó de
su obra. Las reformas impulsadas por él habían fracasado. ¿Por qué?
Porque, en
el fondo, no pensaba modernizar el régimen sino revisar algunas cuantas
instituciones, dejando intacta su naturaleza absolutista. En el pecado llevó la
penitencia: la España de los Austria no volvió a levantar cabeza. Tampoco el
Conde–duque quien jamás consintió la mínima autocrítica y en su retiro en
ciudad de Toro imprimió un librito titulado “Nicandro” en el que negaba cualquier
error personal y achacaba la responsabilidad de sus fracasos a la nobleza, que
no quiso secundar sus planes reformistas. Pasó sus últimos años en el olvido, repitiéndose
día y noche, sin dormir, una misma frase monótona: “estoy desengañado de lo
poco que dura todo”.
Murió enloquecido en 1643.
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