
El padre fundador de la estadística,
Francis Galton, asistió en 1906 a una apuesta colectiva en la exposición
ganadera de Plymouth. Se trataba de calcular el peso exacto de una res.
Galton comprobó que las cifras dadas
por cada uno de los 800 participantes (casi ninguno de ellos experto ganadero)
no se acercaba a la real: unas se quedaban cortas y otras la rebasaban.
Pero esa misma noche, a Galton se
le ocurrió calcular la media de las 800 cifras y como por arte de magia obtuvo
el peso casi exacto del animal. Fue la prueba del llamado “smart mobs”, o
“multitud inteligente”.
La explicación para semejante
prodigio es muy simple: cuando a una multitud se le convoca a pensar bajo
ciertas reglas, agudiza las facultades de su intelecto.
James Surowiecki, articulista de The
New Yorker llega al extremo de asegurar que los grandes grupos son más
inteligentes que una élite de expertos en cuanto a resolución de problemas,
capacidad de innovación y posibilidad de llegar a consensos inteligentes.
Los grandes grupos son más inteligentes
que el más inteligente de sus miembros. Esto desmiente la vieja idea de que el
conocimiento valioso sólo se concentrado en algunas cabezas y de que basta con
hallar a la persona adecuada para que nos de las respuesta correcta.
Buscar al experto iluminado (una
debilidad de muchos empresarios y políticos de Nuevo León que cuando no lo
hallan se lo inventan) es un error que sale caro. El Tec ha tomado ese camino:
en vez de abrirse a la opinión de su inteligencia colectiva, ha elegido
centralizar su línea de mando en una élite.
Sin preguntarle a sus
investigadores, catedráticos, alumnos, egresados, decidió entronizar a su rector como presidente,
dejar de ser sistema y poner en pocas manos el destino de una gran institución.
Tomando ese camino cerrado no podrá
calcular bien ni siquiera el peso exacto de la res de Francis Galton.
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