A María
Félix la vi dos veces en mi vida sin que me despertara ningún éxtasis místico
–o más bien fílmico—. Las ancianas célebres suelen olvidar los códigos de
conducta básicos y de relaciones sociales. Suponen que todo les está permitido
porque firman autógrafos, tienen joyas, pieles y fotografían bien (de lejos, ya
no en primer plano).
Las
viejas famosas del cine van por la vida repitiendo egoísmos, mezquindades y
frases sin fortuna, así se apelliden Dietrich, Garbo o Montiel.
La
primera vez que vi a María Félix fue cruzando la fuente Saint Michel, en París
y una amiga la descubrió entre la multitud del Barrio Latino. Caminaba al lado de
tres hombres jóvenes. ¿Qué hacía ahí en vez de olfatear aparadores en Saint
Honoré o apostar a sus caballos en el hipódromo?
La
segunda vez que la vi (es un decir) fue en su ataúd cerrado y rodeado de
alcatraces, en el cementerio Francés de la ciudad de México. Se acababa de
morir a los ochenta y ocho años y el entonces presidente Vicente Fox la
recordaba como artista comprometida con el cambio democrático. Designar a una
celebridad con ese título en el México foxista, era equivalente a otorgar en
Francia la Legión de Honor.
Viendo
una escena de “Río Escondido” (donde el cacique hace bailar su caballo y la
maestra comisionada se queda con el bebé de la muerta por viruelas) uno se
sorprende de que la Félix no actuara realmente: le bastaba con posar su rostro
de arcángel atufado ante la cámara para justificar su presencia fílmica.
Pese a
su fama de devoradora de hombres y medusa amorosa, la Félix fue dependiente de
su hombre en turno, sin insubordinarse nunca. Con desplantes y audacias de
lenguaje sólo verbal, en su vida se mantuvo dentro de los cánones de las
diferencias de género. Incluso odiaba convivir con mujeres y adoraba a los
representantes más bragados del sexo fuerte.
No fue
una revolucionaria de las costumbres y tampoco una rebelde genuina, pero sí una
diva o, en términos mundanos, una estrella. Aunque, esa, la estrella, murió al
filmar su última película, a principios de los años setenta.
Lo que
quedaba desde entonces era una anciana exótica y simpática (muy a su manera),
que paseaba su agotada anatomía por las riberas del Sena, sostenida casi en
hombros por sus tres compañeros-muleta.
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