Emprender es arriesgar. Eso lo sabe bien cualquier inversionista en un país
civilizado cuando se juega parte o todo su patrimonio en una apuesta
empresarial: la sociedad se lo valora. Pero en México emprender es sinónimo de
abusar. Si el negocio que montaste es exitoso es porque evadiste impuestos,
exprimiste a tu personal y vendes caro (“nadie se hace rico por las buenas”,
dice un refrán mexicano).
En el fondo, una parte de la sociedad mexicana – tan permisiva, anestesiada
y retorcida a la vez– casi celebra que el gobierno maltrate con papeleos,
trabas, moches, costos burocráticos y regulación excesiva el camino del pequeño
y mediano emprendedor. Basta comparar los formularios simplificados en
Alemania, Inglaterra e incluso Francia para la puesta en marcha de cualquier
proyecto empresarial, frente a la eternidad sufrida en México para gestionar
cualquier trámite administrativo. En Alemania, en cambio, la ley obliga al
gobierno a dar de alta a cualquier nueva empresa que lo solicite, en un plazo
máximo de dos días.
La Secretaría de Economía destina “paquetes de estímulos” para pequeñas y
medianas empresas que nadie entiende, con convocatorias enredadas y difusas y
beneficios reales a sólo unas cuantas. Son programas gubernamentales nacidos
para cloroformizar; diseñados para la foto. En cambio, estos estadistas de
segunda, incompetentes, prefieren priorizar la beneficencia pública y las
ayudas asistenciales, aunque se reduzcan a otorgar mil pesos por mes a los
ancianos. “Lo importante de los subsidios no es el monto sino la mera
intención” se opina en México en un claro síntoma de la destrucción de la clase
media y a la larga, un signo de la decadencia general.
Descalificamos sin más en México a la economía informal y olvidamos que es
otra forma de emprendimiento emergente, con su alta dosis de riesgo, igual a la
de una S.A. bien establecida; aunque con una salvedad: el microemprendedor de
la economía subterránea se aventura a un nuevo negocio no para ganar más
dinero, sino para sobrevivir. Muchos emprendedores no lo son por vocación sino
por necesidad, porque no tienen otro remedio. En otras palabras, de la
necesidad hacen virtud.
Así se explica que irónicamente en México, Colombia o Paraguay, el número
de emprendedores sea en promedio muy superior al registrado en cualquier país
del Viejo Continente. ¿Por qué? Por una simple razón: la casi inexistencia de
prestaciones sociales – o su deficiencia criminal—; la falta de subvenciones o
ayudas reales del gobierno federal para que un ciudadano monte cualquier negocio
por pequeño o mediano que sea, activan nuestra creatividad y nos obligan
–querámoslo o no -- a levantarnos todos los días de la cama y a no esperar la
mesa servida. No nos queda de otra. Yo a eso le llamo economía guerrilla.
No se imagina el lector el placer que experimento cuando una señora, por su
cuenta y riesgo, capacitándose sobre la marcha, improvisa una vaporera en la
cochera de su casa para vender tacos mañaneros; el gusto de ver a un mecánico
abrir un nuevo tallercito de enderezado y pintura; la alegría de saber que un
joven montó una agencia de diseño gráfico en su propio cuarto. Desde luego
estos guerrilleros de la economía no representan el mundo ideal, pero sí el
real, iniciando un reto calculado que acabará formando un cambio de paradigma
en el país.
Sin duda el gobierno acusará tarde o temprano a la taquera, al mecánico y
al diseñador gráfico de ser evasores fiscales hasta volverlos una especie en
extinción. Sin mencionar el derecho de piso que ya sabemos quién les pedirá. Y
usted, lector, ¿cómo ve a estos paisanos, como potenciales defraudadores o como
emprendedores visionarios?
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