Miente quien diga que la dependencia, la querencia enfermiza, el apego
malsano de un enamorado a su pareja es deficiencia psicológica propia de
personas inseguras. Lo que pasa es que a veces se ama demasiado. En realidad,
la mayoría de los hombres y mujeres han sufrido alguna vez la sensación de
sentirse abandonados, por querer de más, por derramar amor en exceso.
Hace días, cenando con una amiga ravioles de salmón en el Pangea (del gran chef Memo González
Beristáin), la sobremesa derivó en un asunto de última hora: la poesía, remedio
casero para los enfermos del corazón – como mi amiga – que suelen segregar amor
de más, digamos que en cantidades industriales y en dosis nada recomendables
para el buen vivir.
Mi amiga no es aficionada a la poesía pero por causas ajenas a su voluntad
le cayó en las manos un bello pero complejo poema de Federico García Lorca,
titulado “Soneto de la dulce queja” y me pidió que se lo explicara en términos
muy simples.
Le aclaré que los grandes poemas no ocupan ser comprendidos por los
lectores, porque basta con apreciar la cadencia de cada sílaba y la música de
sus estrofas. Pero negocié que, si pagaba ella la cuenta de los ravioles, haría
un intento por desentrañar el sentido del poema de Lorca.
“No me dejes perder la maravilla/de tus ojos de estatua, ni el acento/que
de noche me pone en la mejilla/la solitaria rosa de tu aliento”. Aquí,
el poeta refleja su ansia convertida en ruego: pide a su amante que no lo abandone
y permanezca a su lado. En la noche reposa sobre su mejilla la rosa solitaria
del aliento de su amada. Los ojos de su pareja son para él de estatua fría,
aunque “maravillosos”.
“Tengo miedo de ser en esta orilla/tronco sin ramas, y lo que mas siento/es
no tener la flor, pulpa o arcilla/para el gusano de mi sufrimiento”. Dice
el poeta que, como si fuera un tronco sin ramas, teme no tener nada que dar a
su amante: no cuenta con prendas atractivas o medios de seducción para
retenerla. Ubicado en esta orilla, frente a la otra donde está su amada, mide
la distancia y sufre por la lejanía. Ambos cuartetos transpiran soledad como
parte de esa relación amorosa en declive.
“Si tú eres el tesoro oculto mío,/si eres mi cruz y mi dolor mojado,/si soy
el perro de tu señorío”. La amada es descrita en este terceto
como tesoro de virtudes; el poeta en cambio, se flagela a sí mismo: es un tronco
sin ramas, “perro de tu señorío”.
“No me dejes perder lo que he ganado/y decora las aguas de tu río/con hojas
de mi otoño enajenado”. El soneto termina con una súplica: el
poeta le pide a su amada seguirla acompañando a lo largo de su vida (las aguas
de su río) y prefiere ser su siervo a vivir en soledad (su “otoño enajenado”).
Presiente
mi amiga que ahora sí su marido la dejará pronto. Ve en sus ojos la frialdad de
la estatua, como en el poema de Lorca. Y ella lo ama demasiado en el otoño
enajenado de su madurez, pero siente que tiene poco que darle, “como un tronco
sin ramas”. Acostumbrada por voluntad propia a los amores difíciles, llora como
siempre; sufre como nunca.
Mi
amiga se queja de la indiferencia de su aún marido y no hay bálsamo poético, ni
palabras de consuelo, ni la mano de un amigo como yo que le disipe la sospecha
de que su relación se precipita a la nada. Se le agotan los restos de su
serenidad y la vida o la suerte o su marido le hacen perder lo que por años
había ganado.
Pobre
de ella. Y tan exquisitos que estaban los ravioles.
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