
Son varios los
indicios de este hábito alfonsino que por cierto no es tampoco un
descubrimiento sorprendente. Sin que Reyes lo diga con todas sus letras, la
descripción casi en primera persona que hace en su ensayo “Interpretación del
peyote” (“Los Trabajos y los días”, en OC, t. IX, PP 358-350) es de una
evidencia transparente: “El peyotl, la hierba sagrada de los
tarahumaras, posee, entre otras, la propiedad de transformar los sonidos en
visiones, las notas musicales en alucinaciones luminosas”. Mera conversión en
prosa de las vivencias que el joven Reyes había plasmado en su poema “Yerbas
del Tarahumara” (1927): “Yerba de los portentos/ sinfonía lograda/ que convierte
los ruidos en colores”.
Luego, en su
discurso con motivo de la “Ofrenda al Jardín Botánico de Río de Janeiro”, Reyes
informa que viajó a Brasil con su valija diplomática cargada con simientes de
esa planta mágica de los indios tarahumaras; exportación no demasiado legal que
el entonces Embajador Mexicano decidió hacer por sus pistolas, “en nombre de la
ciencia de mi país”. Dicho lo cual, procedió a elogiar las “aplicaciones
múltiples y portentosas” de la cactácea y a describir sus efectos en el organismo
humano con tanta profusión de detalles que es inevitable reconocerle un
conocimiento de primera mano: “produce un retardo biológico en el ritmo
receptivo (…) hace que las ondas sonoras aparezcan –por relatividad– más
aceleradas que de ordinario, hasta transformarse en ondas luminosas” (Norte
y Sur en OC t. IX, pp. 89-92). Al cabo de lo cual se toma la molestia de
aclarar que la planta no engendra hábito ni vicio y es medicina del dolor
moral. Ya se ve que se cura en salud.
Es obvio que Reyes
conoció siendo niño el peyote, desde que acompañaba a su padre Bernardo a
aquellas innumerables expediciones de Nuevo León a Chihuahua, época en la cual
convivió con apaches, kikapúes, huicholes y, por supuesto, los muy cultos y
refinados tarahumaras, en una simbiosis de seres humanos con naturaleza agreste
que, aunque no lo reconozca abiertamente, marcó por el resto de su vida al
sabio regiomontano. Lo que sí aceptó Reyes en su ensayo de 1944 “Breve
visita a los Infiernos” es que la marihuana es más peligrosa que la mezcalina,
para finalmente “balconear” sin que venga a cuento a su amigo Ramón María del
Valle-Inclán como marihuano. De manera que Vicente Fox cuenta con una pléyade
de ilustres antecesores en su afición por los estupefacientes.
Cuando la escritora
argentina Victoria Ocampo le regaló a Reyes su libro “Virgina Woolf en su
diario” (1954), donde alude a la experimentación de mezcalina por parte de
Aldous Huxley, un airado Reyes le responde que no son nada nuevos los hallazgos
del británico y que la ciencia europea –y la mexicana por descontado– “conocen
todo eso desde hace mucho tiempo atrás” (Reyes/Ocampo, “Cartas Echadas:
correspondencia”, UAM, México, 1983, pp. 59-60).
Con igual desagrado,
Reyes descalifica a Antonin Artaud cuando el francés osó meterse en el libro
“Les Tarahumaras” con el peyote tan familiar para el regiomontano: “… es una
falsificación poemática y seudo-mística en torno a la magia del peyotl” (Fabienne
Bradu, Artaud, todavía” FCE, México, 2008). Finalmente Reyes remata la
descalificación de Artaud con el conocimiento de causa de un iniciado frente a
un simple aficionado: “No se juega infamemente con los dioses”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario