22 octubre 2013

HITLER REGRESA A CASA


Parece cuento, pero todo lo que narro fue verdad. Llegamos a Nueva Germanía, a 300 kilómetros de Asunción, Paraguay, en un camión destartalado, entre charcos de aguas negras y un calor tropical de mil infiernos que derretía las ganas de vivir ahí. Mi amiga había nacido en ese distrito paraguayo y su idioma nativo era el guaraní (mezclado con frases en alemán) pero tenía unos ojos enormes color azul cielo y unos cabellos dorados que le llegaban al hombro sujetos en dos trenzas y una sonrisa más teutona que caribeña. Sus rasgos físicos eran muy parecidos a los que lucía en una foto antigua Elisabeth Nietzsche y que por fetichismo mi amiga guardaba en su bolso de mano.

Ella no apreciaba su propia belleza física porque se protegía tras la coraza invisible de la timidez indígena y porque todos los guaraníes de allá son igual de rubios, altos y germanizados que mi amiga, así que no sobresalía físicamente de sus paisanos. Yo, en cambio, mexicano norestense (de Monterrey, para mayores señas), usaba una barba hirsuta de candado y unas patillas largas que hacían verme mayor que ella, aunque teníamos la misma edad: treinta y tres años exactos.

--De manera que Elisabeth Nietzsche, hermana del célebre filósofo, terminó viviendo con su marido aquí en 1887, en medio de la nada, en una de las aventuras más estúpidas que yo tuviera noticia.

Ella sonríe apenada y asiente con timidez mientras se estira la falda verde con tejidos de ñandutí. Confiesa sentirse muy honrada de estar con quien está:

--Así es, Mein Führer, ¿quiere que le repita la historia? La idea fue mía. En 1885, cuando nos casamos, convencí a mi marido, Bernhard Förster de fundar una colonia con familias puramente arias, en Paraguay, a orillas del lago Aguaray, sin que existiera ningún judío.

El Führer viste chaqueta blanca y pantalón negro y ostenta como insignia en la solapa la Cruz de Hierro. Está relajado en la amplia estancia de su residencia de Berghof, en los Alpes Bávaros. Siempre ha sido afable y caballeroso con las damas, y no puede actuar de otra manera con la anciana Elisabeth Nietzsche: él mismo se ofrece a servirle el té en la taza de porcelana a la octogenaria. Bajo la mesa descansa una perra pastor alemán.

-- Fue entonces que 14 familias alemanas viajaron a Sudamérica en 1887 – recapitula Hitler, acomodando sus posaderas en el cojín en la poltrona; contempla por el amplio ventanal las cimas nevadas de Obersalzberg--. Cruzan ríos, largos trayectos a caballo y se internan en lo más profundo del corazón salvaje, para emprender el sueño de vivir acordes a la superioridad de nuestra raza aria. Gesto tan admirable como heroico. Y dígame, Elisabeth, ¿qué pasó después?

-- Mejor te lo cuento luego.

-- No, continúa, me interesa mucho la anécdota.

Era evidente que mi amiga no quería seguir contándome la historia, quizá emocionada de volver a su casa tras varios meses de ausencia. Nos bajamos del camión frente a un caserío ruinoso y caminamos por una especie de manglar que abarca casi toda Nueva Germanía; ella apurada, tomándome la mano, adherida a sus piernas su falda de ñandutí. La lluvia me empapó la ropa y la mochila que cargaba a mis espaldas.

--Pues bien, mi marido Bernhard Förster había negociado con el gobierno paraguayo para que le cedieran los títulos de propiedad de 12 leguas cuadradas a condición de que en un plazo de dos años (hasta 1889) lleváramos allá a 140 familias alemanas, o de lo contrario se comprometiera a pagar cada título a precio de oro. Construimos un hotel en medio de la jungla paraguaya y plantamos los primeros naranjos y palmeras. Ahí comenzó nuestra desgracia. Nos comieron los insectos y los animales salvajes. Nos debilitó el calor subtropical. El suelo era arcilloso, imposible de arar. Fue un fraude lo que nos dio el gobierno paraguayo. Ningún compatriota nuestro quiso acompañarnos.

Entramos mi amiga y yo al zaguán de una casa de barro y cañabrava, y ambos nos sacudimos las ropas húmedas. Rondaban perros, pollos y cerdos. Imaginé un paisaje similar al que conoció Elisabeth Nietzsche y su marido antisemita en 1887. Abrió la puerta un viejo alto y jorobado y me saludó sin extenderme la mano. Tenía un vago parecido a Bernhard Förster. Yo le respondí fríamente, con el mismo rigor:

-- ¡Heil Hitler! – El Fürher ignora el saludo con el brazo en alto del guardia bávaro de Berghof que entra para recoger la tetera de porcelana. Prefiere acariciar el lomo de la perra pastor alemán. Por primera vez, en toda la velada, frunce el ceño ante su invitada, una anciana nazi aún distinguida pese a su longevidad.

--No fue ninguna desgracia, querida Elisabeth: su marido no estuvo a la altura del reto. En vez de persuadir a más familias alemanas para que emigraran a Nueva Germanía, terminó conviviendo con los indígenas nativos. ¡Él que era el perfecto antisemita, el superhombre! Qué comportamiento tan bajo. Pero el caso suyo, querida Elisabeth, es diferente: es más fuerte de carácter que su difunto marido y dada su lealtad al Reich he ordenado que se destine una partida al Archivo Nietzsche, que usted bien administra en honor a su ilustre hermano.

El viejo jorobado acabó por sentirse halagado con la visita: cebó mate para mi amiga y para mí, mientras me presentaba a sus otras seis hijas. Apenas me conocía pero ya me había contado con lujo de detalles el abandono que por más de un año sufrió de su mujer, “madre de mis criaturas”: lo dejó por un ingeniero de Asunción. Incluso consiguió veneno para intentar suicidarse. No lo hizo por cobarde. Lo sorprendente es que casi de inmediato salió de un cuarto una mujercita enjuta, arrugada como una pasa, y sonriendo con la dentadura perfecta que tienen los guaraníes: era su mismísima esposa, una versión en moreno de Elisabeth Nietzsche.

--Y con toda razón lo dejé, aunque fuera mi marido. En 1888 se resignó a que nuestras 14 familias arias se juntaran con los indios guaraníes y acabaran formando un solo pueblo. Qué asco – la anciana sujeta temblorosa el brazo de Hitler, y éste se incorpora de la poltrona con dificultad: también sufre de una temblorina inexplicable que le avergüenza, así que deja de acariciar a la perra pastor alemán --. Muchos de nuestros hermanos alemanes se amancebaron con indígenas, y otros murieron por el cólera. El gobierno presionó a mi marido para que pagara las tierras adeudadas. ¡Pobre Bernhard! Por eso una tarde, mi marido se suicidó con morfina y estricnina en una de las habitaciones del hotel de San Bernardino. Yo regresé a Alemania en 1893. Ahora lo sirvo a usted, Mein Führer.

-- No necesita contarme nada más, son cosas íntimas de su marido y de usted; menos ocupa justificarse conmigo – le pedí a la señora, que cada vez se cohibía más ante mi presencia. Mi amiga la ayudaba a sentarse en una silla de la cocina y le compartía su mate para que bebiera un poco. Me invitaron a quedarme a dormir, pero me negué. Salí al zaguán a respirar aire fresco. Afuera había escampado e imaginé al mismísimo Hitler caminando tembloroso por el manglar y a cientos de Elisabeth Nietzsche y Bernhard Förster pululando junto a los perros, pollos y cerdos en la multirracial Nueva Germanía, sueño de pureza aria que hace más de un siglo se tragó para siempre la indómita selva paraguaya.

No hay comentarios: