Parece cuento, pero todo lo que narro fue verdad. Llegamos a Nueva
Germanía, a 300 kilómetros de Asunción, Paraguay, en un camión destartalado,
entre charcos de aguas negras y un calor tropical de mil infiernos que derretía
las ganas de vivir ahí. Mi amiga había nacido en ese distrito paraguayo y su
idioma nativo era el guaraní (mezclado con frases en alemán) pero tenía unos
ojos enormes color azul cielo y unos cabellos dorados que le llegaban al hombro
sujetos en dos trenzas y una sonrisa más teutona que caribeña. Sus rasgos
físicos eran muy parecidos a los que lucía en una foto antigua Elisabeth
Nietzsche y que por fetichismo mi amiga guardaba en su bolso de mano.
Ella no apreciaba su propia belleza física porque se protegía tras la
coraza invisible de la timidez indígena y porque todos los guaraníes de allá
son igual de rubios, altos y germanizados que mi amiga, así que no sobresalía
físicamente de sus paisanos. Yo, en cambio, mexicano norestense (de Monterrey,
para mayores señas), usaba una barba hirsuta de candado y unas patillas largas
que hacían verme mayor que ella, aunque teníamos la misma edad: treinta y tres
años exactos.
--De manera que Elisabeth Nietzsche, hermana del célebre filósofo, terminó
viviendo con su marido aquí en 1887, en medio de la nada, en una de las
aventuras más estúpidas que yo tuviera noticia.
Ella sonríe apenada y asiente con timidez mientras se estira la falda verde
con tejidos de ñandutí. Confiesa sentirse muy honrada de estar con quien está:
--Así es, Mein Führer, ¿quiere que le repita la historia? La idea fue mía.
En 1885, cuando nos casamos, convencí a mi marido, Bernhard Förster de fundar
una colonia con familias puramente arias, en Paraguay, a orillas del lago
Aguaray, sin que existiera ningún judío.
El Führer viste chaqueta blanca y pantalón negro y ostenta como insignia en
la solapa la Cruz de Hierro. Está relajado en la amplia estancia de su
residencia de Berghof, en los Alpes Bávaros. Siempre ha sido afable y
caballeroso con las damas, y no puede actuar de otra manera con la anciana
Elisabeth Nietzsche: él mismo se ofrece a servirle el té en la taza de
porcelana a la octogenaria. Bajo la mesa descansa una perra pastor alemán.
-- Fue entonces que 14 familias alemanas viajaron a Sudamérica en 1887 –
recapitula Hitler, acomodando sus posaderas en el cojín en la poltrona;
contempla por el amplio ventanal las cimas nevadas de Obersalzberg--. Cruzan
ríos, largos trayectos a caballo y se internan en lo más profundo del corazón
salvaje, para emprender el sueño de vivir acordes a la superioridad de nuestra
raza aria. Gesto tan admirable como heroico. Y dígame, Elisabeth, ¿qué pasó
después?
-- Mejor te lo cuento luego.
-- No, continúa, me interesa mucho la anécdota.
Era evidente que mi amiga no quería seguir contándome la historia, quizá
emocionada de volver a su casa tras varios meses de ausencia. Nos bajamos del
camión frente a un caserío ruinoso y caminamos por una especie de manglar que
abarca casi toda Nueva Germanía; ella apurada, tomándome la mano, adherida a
sus piernas su falda de ñandutí. La lluvia me empapó la ropa y la mochila que
cargaba a mis espaldas.
--Pues bien, mi marido Bernhard Förster había negociado con el gobierno
paraguayo para que le cedieran los títulos de propiedad de 12 leguas cuadradas
a condición de que en un plazo de dos años (hasta 1889) lleváramos allá a 140
familias alemanas, o de lo contrario se comprometiera a pagar cada título a
precio de oro. Construimos un hotel en medio de la jungla paraguaya y plantamos
los primeros naranjos y palmeras. Ahí comenzó nuestra desgracia. Nos comieron
los insectos y los animales salvajes. Nos debilitó el calor subtropical. El
suelo era arcilloso, imposible de arar. Fue un fraude lo que nos dio el
gobierno paraguayo. Ningún compatriota nuestro quiso acompañarnos.
Entramos mi amiga y yo al zaguán de una casa de barro y cañabrava, y ambos
nos sacudimos las ropas húmedas. Rondaban perros, pollos y cerdos. Imaginé un
paisaje similar al que conoció Elisabeth Nietzsche y su marido antisemita en
1887. Abrió la puerta un viejo alto y jorobado y me saludó sin extenderme la
mano. Tenía un vago parecido a Bernhard Förster. Yo le respondí fríamente, con
el mismo rigor:
-- ¡Heil Hitler! – El Fürher ignora el saludo con el brazo en alto del
guardia bávaro de Berghof que entra para recoger la tetera de porcelana.
Prefiere acariciar el lomo de la perra pastor alemán. Por primera vez, en toda
la velada, frunce el ceño ante su invitada, una anciana nazi aún distinguida
pese a su longevidad.
--No fue ninguna desgracia, querida Elisabeth: su marido no estuvo a la
altura del reto. En vez de persuadir a más familias alemanas para que emigraran
a Nueva Germanía, terminó conviviendo con los indígenas nativos. ¡Él que era el
perfecto antisemita, el superhombre! Qué comportamiento tan bajo. Pero el caso
suyo, querida Elisabeth, es diferente: es más fuerte de carácter que su difunto
marido y dada su lealtad al Reich he ordenado que se destine una partida al
Archivo Nietzsche, que usted bien administra en honor a su ilustre hermano.
El viejo jorobado acabó por sentirse halagado con la visita: cebó mate para
mi amiga y para mí, mientras me presentaba a sus otras seis hijas. Apenas me
conocía pero ya me había contado con lujo de detalles el abandono que por más
de un año sufrió de su mujer, “madre de mis criaturas”: lo dejó por un
ingeniero de Asunción. Incluso consiguió veneno para intentar suicidarse. No lo
hizo por cobarde. Lo sorprendente es que casi de inmediato salió de un cuarto
una mujercita enjuta, arrugada como una pasa, y sonriendo con la dentadura
perfecta que tienen los guaraníes: era su mismísima esposa, una versión en
moreno de Elisabeth Nietzsche.
--Y con toda razón lo dejé, aunque fuera mi marido. En 1888 se resignó a
que nuestras 14 familias arias se juntaran con los indios guaraníes y acabaran
formando un solo pueblo. Qué asco – la anciana sujeta temblorosa el brazo de
Hitler, y éste se incorpora de la poltrona con dificultad: también sufre de una
temblorina inexplicable que le avergüenza, así que deja de acariciar a la perra
pastor alemán --. Muchos de nuestros hermanos alemanes se amancebaron con
indígenas, y otros murieron por el cólera. El gobierno presionó a mi marido
para que pagara las tierras adeudadas. ¡Pobre Bernhard! Por eso una tarde, mi
marido se suicidó con morfina y estricnina en una de las habitaciones del hotel
de San Bernardino. Yo regresé a Alemania en 1893. Ahora lo sirvo a usted, Mein
Führer.
-- No necesita contarme nada más, son cosas íntimas de su marido y de
usted; menos ocupa justificarse conmigo – le pedí a la señora, que cada vez se
cohibía más ante mi presencia. Mi amiga la ayudaba a sentarse en una silla de
la cocina y le compartía su mate para que bebiera un poco. Me invitaron a
quedarme a dormir, pero me negué. Salí al zaguán a respirar aire fresco. Afuera
había escampado e imaginé al mismísimo Hitler caminando tembloroso por el
manglar y a cientos de Elisabeth Nietzsche y Bernhard Förster pululando junto a
los perros, pollos y cerdos en la multirracial Nueva Germanía, sueño de pureza
aria que hace más de un siglo se tragó para siempre la indómita selva
paraguaya.
No hay comentarios:
Publicar un comentario