14 octubre 2013

ALBERTO SANTOS Y POLO GONZÁLEZ: RECUERDO A DOS TIEMPOS


Será la última vez que lo vea. Viste saco sport y mocasines negros. Rubicundo y ceremonioso, come en El Granero. Me acerco a saludarlo. Algo inexpresivo pero cordial a su manera, Alberto Santos me extiende la mano derecha. Me presenta con sus demás amigos con quienes departe en la mesa. A varios los conozco así que obviamos protocolos.

Estamos muy cerca del piano del local y el pianista opaca algunos matices de nuestra charla. Le cuento a Santos, por decirle algo, que acabo de toparme con Polo González Sáenz, quien fue su rival, justo en Galerías Monterrey, mientras acompañaba al cine a una amiga. Santos se comporta indiferente. “No fue nunca mi rival ni nada”, me reclama amistoso para después preguntarme un par de detalles. Quizá el tema no le interesa. ¿O si?

-- No me interesa recordar el asunto – salda la plática Alberto Santos, sin alterar su gesto. Su temperamento asoma una fría caballerosidad muy suya--. Sigo sin entender qué pasó entre nosotros en aquellos días del Metro. Además, él nunca fue tan importante como cuentan.

Yo caminaba al cine de Galerías Monterrey con mi amiga. Se nos hacía tarde para la película pero (así son ciertas mujeres) me pidió detenernos por un tentempié en las mesas para comida de la segunda planta. Ahí, sentado en un rincón, con ropa deportiva clara, tenis y lentes anticuados, estaba Polo González Sáenz. A diferencia de los demás comensales, no comía, ni tomaba café, ni hojeaba el periódico, ni lo acompañaba nadie. Simplemente estaba sentado. Sólo. 

--Fue un hombre importante – le aclaro a mi amiga, cuando advierto la presencia de don Polo a unos cuantos metros de nosotros --: pasa que tú eres muy joven y desconoces la trayectoria del señor. Date cuenta que nació en 1924, así que tiene casi noventa años. 

No me atreví a saludar a don Polo: me hubiera pesado que no me reconociera. De hecho ya comenzaba a no reconocer a nadie. Mi amiga se decidió luego de una larga deliberación por una crepa con fresas pero prefirió ir ella misma a comprarla al puesto. Desde lejos me contestó que veía a ese señor grande sentado ahí mismo, casi a diario, pero no sabía que fuera tan famoso.

--Bueno, todo es relativo – contesté, cediendo un poco a la presión en mi contra –. Fue célebre en Nuevo León. Me agrada que fuera hijo de un comerciante de provincias, en su natal Ciénega de Flores, que ayudara en la carnicería y el billar de su padre, que viniera desde abajo, que se pagara él mismo la carrera como abogado. Al menos no nació entre sábanas de seda.

-- Eso no quiere decir nada – mi amiga regresó con la crepa humeante y se acomodó en una silla frente a mí. Me hubiera apenado que nos pudiera escuchar don Polo desde su lugar, pero me di cuenta que no alcanzaba a percibir nuestra presencia.

-- Pues quiero decirte que fue alcalde de Monterrey dos veces, en los años sesenta y luego en los setenta y fue el constructor del nuevo Palacio Municipal. Sacó también a todos los puesteros del centro de la ciudad.

Alberto Santos sonríe con ironía y se ajusta por la solapa el saco sport. El Granero está lleno de clientes. Secundan en su sonrisa a Santos sus amigos y yo también río para no desentonar con los demás. El pianista toca con más suavidad un bolero romántico, para dejarnos hablar sin tener que elevar el tono de las voces.

-- Obvio, había mucho dinero público sin control en ese entonces – aclara Alberto Santos enfatizando de más la palabra dinero -- y dispendio a todos los niveles de gobierno. No habíamos llegado a imponer las medidas de austeridad. Y en el caso de los puesteros, en muy corto tiempo regresaron a donde los habían corrido.

Mi amiga se había dado cuenta, por fin, que la película estaba a punto de comenzar, así que en un arranque de nerviosismo apuró la crepa, porque además tenía que comprarse antes un jugo de naranja y nopal para cumplir con cierta dieta estricta que le había impuesto su nutrióloga.

-- Seré sincero – digo finalmente a Alberto Santos, abriendo los brazos, y dejando pasar algunos segundos de suspenso para preparar la atención sobre lo que confesaré en la mesa de El Granero--. La verdad es que siendo yo muy joven, don Jorge Villegas me ordenó que cubriera para el periódico un mitin masivo del PRI. La gente, o los acarreados, o lo que fueran, por poco nos arrollan a mí y a otro compañero reportero. Don Polo, a quien ya no le gustaba asistir a eventos políticos, pero que estaba ahí por extrañas razones, me extendió una mano y me subió al pódium, antes de ser embestido por la turba.

--Súbete, porque te van a atropellar, Eloy – me gritó don Polo con la jovialidad de quien disfrutaba de esos accidentes populares, él que era tan cercano a los jolgorios del pueblo.
  
--Así que exagerando, te aseguro que don Polo me salvó la vida – rematé mi historia a mi amiga, pero ella ya no prestaba oídos a mi anécdota porque corría a la sala de cine, mientras me reprochaba el retraso.

El pianista baja la tapa del teclado y se despide con una caravana de los clientes. Alberto Santos cruza la pierna izquierda y mece el mocasín negro por debajo de la mesa. Sigue comiendo, evade la anécdota y concluye perentorio:

--Pues sea lo que sea, pero Polo se opuso a nuestro proyecto de la Línea 1 del Metro, y el tiempo nos dio la razón a nosotros. A él no. 

--Yo creo que el tiempo no da la razón a nadie – opino antes de despedirme --. Y que lo mismo nos atropella a vencedores y vencidos.

Al salir del cine, pagamos el boleto de estacionamiento y acompañé a mi amiga al lugar donde dejó su vehículo. Cruzamos una de las calles del interior de Galerías Monterrey, y fue entonces que me topé de nuevo a a don Polo ahora en medio del asfalto, titubeante y confundido. Tomé del brazo al viejo político y lo subí a la acera.

-- Déjeme ayudarlo, don Polo – le dije – porque lo van a atropellar.

Ha pasado un año desde mi último encuentro con Alberto Santos en El Granero. En febrero, murió inesperadamente, a causa de un infarto. Tenía 71 años. Este octubre murió Polo González Sáenz. Tenía casi noventa. El tiempo no da la razón a nadie. Simplemente no da razones: sólo termina por atropellar, más temprano o más tarde, a todos nosotros, lo mismo si somos vencedores que vencidos.

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