Será la
última vez que lo vea. Viste saco sport y mocasines negros. Rubicundo y
ceremonioso, come en El Granero. Me
acerco a saludarlo. Algo inexpresivo pero cordial a su manera, Alberto Santos
me extiende la mano derecha. Me presenta con sus demás amigos con quienes
departe en la mesa. A varios los conozco así que obviamos protocolos.
Estamos muy
cerca del piano del local y el pianista opaca algunos matices de nuestra charla.
Le cuento a Santos, por decirle algo, que acabo de toparme con Polo González Sáenz,
quien fue su rival, justo en Galerías Monterrey, mientras acompañaba al cine a
una amiga. Santos se comporta indiferente. “No fue nunca mi rival ni nada”, me
reclama amistoso para después preguntarme un par de detalles. Quizá el tema no
le interesa. ¿O si?
-- No me
interesa recordar el asunto – salda la plática Alberto Santos, sin alterar su
gesto. Su temperamento asoma una fría caballerosidad muy suya--. Sigo sin
entender qué pasó entre nosotros en aquellos días del Metro. Además, él nunca
fue tan importante como cuentan.
Yo caminaba
al cine de Galerías Monterrey con mi amiga. Se nos hacía tarde para la película
pero (así son ciertas mujeres) me pidió detenernos por un tentempié en las
mesas para comida de la segunda planta. Ahí, sentado en un rincón, con ropa
deportiva clara, tenis y lentes anticuados, estaba Polo González Sáenz. A
diferencia de los demás comensales, no comía, ni tomaba café, ni hojeaba el
periódico, ni lo acompañaba nadie. Simplemente estaba sentado. Sólo.
--Fue un
hombre importante – le aclaro a mi amiga, cuando advierto la presencia de don
Polo a unos cuantos metros de nosotros --: pasa que tú eres muy joven y
desconoces la trayectoria del señor. Date cuenta que nació en 1924, así que
tiene casi noventa años.
No me
atreví a saludar a don Polo: me hubiera pesado que no me reconociera. De hecho ya
comenzaba a no reconocer a nadie. Mi amiga se decidió luego de una larga deliberación
por una crepa con fresas pero prefirió ir ella misma a comprarla al puesto.
Desde lejos me contestó que veía a ese señor grande sentado ahí mismo, casi a
diario, pero no sabía que fuera tan famoso.
--Bueno,
todo es relativo – contesté, cediendo un poco a la presión en mi contra –. Fue
célebre en Nuevo León. Me agrada que fuera hijo de un comerciante de
provincias, en su natal Ciénega de Flores, que ayudara en la carnicería y el
billar de su padre, que viniera desde abajo, que se pagara él mismo la carrera
como abogado. Al menos no nació entre sábanas de seda.
-- Eso no
quiere decir nada – mi amiga regresó con la crepa humeante y se acomodó en una
silla frente a mí. Me hubiera apenado que nos pudiera escuchar don Polo desde
su lugar, pero me di cuenta que no alcanzaba a percibir nuestra presencia.
-- Pues
quiero decirte que fue alcalde de Monterrey dos veces, en los años sesenta y
luego en los setenta y fue el constructor del nuevo Palacio Municipal. Sacó
también a todos los puesteros del centro de la ciudad.
Alberto
Santos sonríe con ironía y se ajusta por la solapa el saco sport. El Granero está lleno de clientes. Secundan
en su sonrisa a Santos sus amigos y yo también río para no desentonar con los
demás. El pianista toca con más suavidad un bolero romántico, para dejarnos
hablar sin tener que elevar el tono de las voces.
-- Obvio,
había mucho dinero público sin control en ese entonces – aclara Alberto Santos
enfatizando de más la palabra dinero
-- y dispendio a todos los niveles de gobierno. No habíamos llegado a imponer
las medidas de austeridad. Y en el caso de los puesteros, en muy corto tiempo regresaron
a donde los habían corrido.
Mi amiga se
había dado cuenta, por fin, que la película estaba a punto de comenzar, así que
en un arranque de nerviosismo apuró la crepa, porque además tenía que comprarse
antes un jugo de naranja y nopal para cumplir con cierta dieta estricta que le
había impuesto su nutrióloga.
-- Seré
sincero – digo finalmente a Alberto Santos, abriendo los brazos, y dejando
pasar algunos segundos de suspenso para preparar la atención sobre lo que
confesaré en la mesa de El Granero--.
La verdad es que siendo yo muy joven, don Jorge Villegas me ordenó que cubriera
para el periódico un mitin masivo del PRI. La gente, o los acarreados, o lo que
fueran, por poco nos arrollan a mí y a otro compañero reportero. Don Polo, a
quien ya no le gustaba asistir a eventos políticos, pero que estaba ahí por
extrañas razones, me extendió una mano y me subió al pódium, antes de ser
embestido por la turba.
--Súbete,
porque te van a atropellar, Eloy – me gritó don Polo con la jovialidad de quien
disfrutaba de esos accidentes populares, él que era tan cercano a los jolgorios
del pueblo.
--Así que
exagerando, te aseguro que don Polo me salvó la vida – rematé mi historia a mi
amiga, pero ella ya no prestaba oídos a mi anécdota porque corría a la sala de
cine, mientras me reprochaba el retraso.
El pianista
baja la tapa del teclado y se despide con una caravana de los clientes. Alberto
Santos cruza la pierna izquierda y mece el mocasín negro por debajo de la mesa.
Sigue comiendo, evade la anécdota y concluye perentorio:
--Pues sea
lo que sea, pero Polo se opuso a nuestro proyecto de la Línea 1 del Metro, y el
tiempo nos dio la razón a nosotros. A él no.
--Yo creo
que el tiempo no da la razón a nadie – opino antes de despedirme --. Y que lo
mismo nos atropella a vencedores y vencidos.
Al salir
del cine, pagamos el boleto de estacionamiento y acompañé a mi amiga al lugar
donde dejó su vehículo. Cruzamos una de las calles del interior de Galerías
Monterrey, y fue entonces que me topé de nuevo a a don Polo ahora en medio del
asfalto, titubeante y confundido. Tomé del brazo al viejo político y lo subí a
la acera.
-- Déjeme
ayudarlo, don Polo – le dije – porque lo van a atropellar.
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