“Tómalo por el lado amable: tu hijo será un
experto en sexo tántrico”. Mi amiga está sumida en llanto: no le hace gracia mi
broma. Suena su nariz con un manojo de Kleenex. Se sirve una taza de té verde
para serenarse. Yo no bebo nada. En la sala de su departamento en Punta Central
estamos solos, ella y yo. El hijo de mi amiga fue seducido por una vecina,
masajista tibetana, quien prácticamente lo violó a la temprana edad de 24 años:
el colmo de la desfachatez. Y lo peor es que la madre se enteró por sus
comadres, comiendo crepas en el Brugge.
Sin embargo, mi amiga asume el golpe con estoicismo de santa flagelada. Es de
las que creen que las cosas pasan por algo: de entrada descartó reclamarle a la
masajista tibetana e incluso la ha invitado a su casa para que le ofrezca una
explicación. Así de civilizada es mi amiga. Antes, se comunica por celular con
su comadre:
--Me siento burlada, corazón, pero Dios
sabe por qué hace las cosas.
--No te dejes, esto no puede quedarse así.
Escucho a la comadre por el iPhone: exige
su dosis de circo y sangre. Quizá no le importe la crisis emocional de mi amiga
pero aparenta indignación, de otra manera dejaría de ser la rebelde del grupo
del Brugge; perdería su identidad.
Ahora es mi amiga la que intenta tranquilizarla: “La vecina masajista no es
mala, corazón, es fogosa por temperamento. Y esa noche los dos estaban
borrachos”. Y yo me pregunto: ¿por qué entonces, luego de esa noche infausta,
la pareja dispareja siguió practicando sus ejercicios tántricos por más de dos
semanas?
En menos de veinte minutos se aparece la
comadre en casa de mi amiga. Entra abstraída, con la mente en blanco (curioso
en ella que es pragmática a morir), pero al cabo de tres minutos vuelve a ser
la de siempre: una noticia de ese calibre no puede pasarla por alto. Además,
hay que ser solidaria con la amiga en desgracia. La comadre me quita ventajosamente
la taza de té verde preparada de antemano para mí. La charla simula ser
relajada hasta que ahora, es en los ojos de la comadre, no de mi amiga, donde
se aloja el dolor más intenso.
--¿Te sientes mal? – le pregunto.
--Sabes, tengo año y medio saliendo con un
casado. Hace tres semanas decidí abandonarlo. Comprendo que debe dedicarle
tiempo a su familia pero no me da mi lugar ni mi espacio.
--¿Y entonces por qué esa cara si así lo
aceptaste?
--Porque a lo mejor decidí mal.
En unos segundos, mi amiga ha dejado ser el
centro de atención y prefiere refugiarse en la cocina con el pretexto de buscar
unos sobrecitos de Splenda.
--No lo soporto -– se le humedecen los ojos
a la comadre –. Llevo semana y media sin levantarme de la cama, Apenas con fuerzas
para contestar el celular. Duermo un par de horas y me levanto en medio de
alaridos. No tengo voluntad para ponerme de pie. Vine aquí con gran sacrificio.
Lloro todo el día a grito abierto. Mi cabeza me da vueltas sin parar. Es para
volverse loca.
Le digo lo obvio: sufre una depresión
severa de la que no quiere salir. Le propongo un psiquiatra cuanto antes. Ella
se acomoda en cuclillas en una silla, dándome la espalda, de cara a la pared:
no le gusta que la vean llorar. Me confiesa que ha pasado por los consultorios
de decenas de terapeutas. Su problema es que se siente en la obligación
constante de luchar, es una guerrera, o mejor, una guerrillera herida.
-- Años antes de que mi madre muriera
tuvimos un pleito entre las dos. No estuve con ella la noche de su muerte y
desde entonces no soporto tanto arrepentimiento. No podré superarlo. Y ahora lo
de mi amante…
Mi amiga regresa a la sala con los
sobrecitos de Splenda. Tiembla al escuchar la confesión de su comadre; se
siente fuera de lugar pese a estar en su propio departamento; ridícula por el
problema insignificante de su hijo.
--Vives sin querer resignarte – le digo a
la comadre. Luego apunto con el dedo índice a mi amiga -– Y tú, en cambio,
vives sin querer rebelarte. ¿Quién de las dos está en lo correcto? Quizá ninguna.
Mi amiga me interrumpe mientras deja los
sobrecitos de Splenda en la mesa. Se dirge a su comadre con un tono de voz que
parece inspirado:
--Tiene razón Eloy: no quieres resignarte
comadre, al menos en el caso de tu mamá. A mí tampoco me gustó que se murieran
mis padres; no me gustó que mi marido me pidiera el divorcio; no me gustó que
se largara con otra; no me gustó quedarme sola y con un hijo. No me gustó que
una masajista tibetana se acostara con mi hijo. Pero la vida tiene que
aceptarse como es. De nada sirve rebelarse.
La comadre explota mientras se levanta de
la silla:
--Cobarde. En vez de cachetear a la
masajista por su desvergüenza, bajas la cabeza. Ten un poco de dignidad, al
menos por tu hijo.
Freno la discusión subida de tono. Tomo a
los dos del brazo para sentarlas a cada lado mío en un sofá. Les ofrezco una
taza más de té verde con Splenda para que se tranquilicen y ninguna acepta. Mi
amiga está impávida, como si la Diosa Vishnu le tocara con sus cuatro manos sus
siete chakras.
A cada lado mío puedo sentir el pálpito de
la rebeldía y la resignación a un tiempo: la comadre y mi amiga. Sigo sin saber
cual de las dos está en lo correcto. Se me antoja invitarlas a entonar juntos
un mantra como acto protector que nos abra nuestros campos electro-magnéticos,
pero yo no se nada de hinduismos, ni de yoga, ni del Tercer Ojo. Después de
varios minutos sólo mi amiga se resuelve a abrir la boca:
--Es que ya lo pensé bien. Además, no es tan
malo que mi hijo aprenda a ser experto en sexo tántrico.
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