En la era de Internet la
privacidad ha dejado de ser un valor defendible. Sus contornos se diluyen con
la moda reciente de hacer públicas cosas que antes eran de índole estrictamente
personal. Los reality shows, los paparazzis, el talk show, los testimonios de
vivencias en Facebook, Instagram, Pinterest, La Academia, Operación Triunfo, el
matrimonio Fox, son campañas explícitas en contra de los espacios reservados
que solían protegerse de cualquier intromisión externa.
El anonimato se evapora con un
simple video en Youtube que se viraliza al millar. Incluso el término socialité
no define ya a la celebridad que se eleva a la fama por la riqueza familiar
sino a la que transparenta su hábitat privilegiado, destapando su intimidad con
todo y perrito Yorkshire bajo el brazo. ¿Quién cree de verdad, a estas alturas,
que aquel video casero de 2003 de Paris Hilton fornicando con su novio fue un
robo y no un bien elaborado montaje publicitario de la propia afectada?
El Big Brother podría inspirarse
en la novela “1984”. Pero George Orwell imaginó el espionaje permanente a los
ciudadanos sin el consentimiento (ni siquiera tácito) de los espiados. En cambio.
muchos vigilados piden ahora la exposición sistemática de su vida diaria como
pasaporte de entrada a la sociedad del espectáculo, al país de los espejos, o
simplemente al Canal de las Estrellas. De esta manera, son cualquier cosa menos
víctimas. Otros vigilados no se enteran de su condición exhibicionista pero si
lo supieran tampoco les importaría mucho: dirían que la privacidad ha perdido
relieve como valor.
Incluso Jeff Jarvis –el periodista
que narró en un blog su lucha contra el cáncer de próstata sin omitir detalles--
escribió un libro, Public Parts: How
Sharing in the Digital Age Improves the Way We Work and Live en la que explica cómo el concepto de
privacidad no lo viven las nuevas generaciones de la misma manera cómo la
entendían sus padres. Ningún nuevo profesionista evitará subir en redes
sociales fotos comprometedoras suyas (borracheras, situaciones pecaminosas,
actitudes fanfarronas en antros) por temor a complicar su “curriculum
profesional” en la búsqueda de empleo. Simplemente asumen que sus posibles empleadores
sabrán distinguir entre destreza laboral y vida personal del contratado.
Entonces: ¿por qué causó tanto
revuelo la reciente declaración de Google de que ninguna persona tiene
expectativa legítima de privacidad en la información que de manera voluntaria le
entrega a esta empresa? ¿En qué quedamos? ¿No nos daba igual que nos espiaran
hasta en la bañera? Mayoritariamente a los individuos nos da igual, siempre y
cuando la exhibición de nuestros actos íntimos no sea materia de investigación
gubernamental. Ahí sí cambia la cosa.
El poder público, tan opaco, tan
falto de transparencia, tiene la obligación moral de no escudriñar la vida de
sus gobernados. El problema es que el poder público no tiene moral. El derecho
a hacer con el cuerpo propio lo que se nos pegue la gana no da por sentado nuestro
consentimiento de que una agencia de gobierno nos espíe bajo el pretexto de que
al entrar a Internet el ciudadano acepta prácticamente la perdida de su
privacidad.
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