El
Presidente decidió terminar de abrir al capital privado la industria petrolera
del Estado, que comenzó a privatizarse en los años 90, especialmente en la
concesión de licencias para la exploración y explotación del crudo y sus
derivados.
Fue algo
más que un esquema de propiedad semipública, mayoritariamente estatal, pero de
riesgo compartido entre el gobierno y la inversión privada, captando 70 mil 600
millones de dólares frescos para capitalizar la industria nacional.
La
izquierda radical comenzó a encender ese mismo día la pira para el linchamiento
del Presidente. Los enemigos soterrados – muchos incrustados en el propio
gabinete – corrieron la especie de complicidades corruptas, de venta ilegal del
subsuelo patrio.
Pero el
mandatario brasileño se montó en su macho: no daría marcha atrás en la apertura
petrolera. Ignacio Lula da Silva había cambiado el paradigma de Petrobras, de
paraestatal a empresa compartida. “La capitalización de Petrobras es una señal
de los buenos tiempos que vive Brasil” dijo Lula en un discurso de 2010.
Desde
entonces Brasil modernizó su principal fuente de ingresos públicos y logró la
proeza en menos de ocho años de incorporar a las clases medias a 28 millones de
personas que hasta entonces vivían en extrema pobreza.
En México,
el Presiente decidió abrir “algunos” rubros de la industria petrolera del
Estado, para que se pueda invertir capital privado sobre todo en la refinación,
reduciendo muy ligeramente el monopolio de la petroquímica básica.
Fue algo
menos que un esquema tímido de “riesgo compartido”, donde el Estado mantiene
aún el control absoluto de los recursos energéticos, captando una andanada de
descalabros financieros y áreas empresariales técnicamente en quiebra.
La
izquierda radical comenzó a afilar los cuchillos de la crítica belicosa y sin
cuartel. El fuego amigo – nacido en el propio gabinete federal – indujo a
suavizar los alcances de la iniciativa presidencial, contrario a las
expectativas originales.
Pero el
presidente decidió negociar: la apertura petrolea se quedó a medias. Enrique
Peña Nieto había prometido una Reforma Energética de gran calado, pero acabó
por descartar la privatización. “La descapitalización de PEMEX es señal de los
malos tiempos que vive México” podría decir Peña en un discurso actual.
El
sindicato petrolero sigue, como es usual, con sus canonjías corruptas, Pemex es
un caja chica para funcionarios públicos privilegiados y los pobres en México,
cuyo número aumentó en 12 millones en los últimos años, ya suman 98 millones
(este año puede llegar a 100 millones).
Petrobras,
al decir del Presidente Lula “es más brasileña que nunca”. Pero PEMEX ¿es más
mexicana que nunca?
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