26 agosto 2013

CAVILACIONES DE UNA CHICA EN APUROS



La pequeña soba su cabellera rubia satinada, se ajusta la falda corta de mezclilla, agita la cabeza para que le bailen coquetos los aretes largos y se sienta frente a su computadora por última vez, antes de que el mundo sepa que es una delincuente en ciernes y purgue una condena en una prisión federal por 22 cargos graves.

Es apenas una veinteañera como para vivir sola en un dormitorio de Kwait; más insegura desde que marchó a Gales con su madre, como para soportar el aislamiento en una jaula, pero será la menor calamidad de su ciclo de torturas futuras en Quantico y Fort Leavenworth, en Kansas; es una simple granjera de Oklahoma pero su imagen pública de criminal marcará su físico de 1.57 de estatura (sin tacones) y 47 kilos de peso.

“Listo” le responde el hacker anónimo a través de una red encriptada. 750 mil archivos clasificados descargados en varios días. Comparte con su cómplice sus secretos de alta confidencialidad, pero el héroe es él, no ella. Y el mayor riesgo será para ella, no para él. ¡Qué injusto es este mundo de la celebridad informática! Una misión viril no apta para chicas, por muy analistas de inteligencia que sean. Ella entiende que su fama será secundaria, accesoria, coral. Y le pesa. Habría mil maneras mejores para llamar la atención del público que sus fuertes taconeos por las redes sociales. Pero a fin de cuentas ella es una militar, es decir, una mente cuadrada. Y ahí no caben las heroínas solitarias.

¿Fue ésta una reacción a destiempo por los constantes episodios de acoso de sus 11 hermanos y sus condiscípulos de colegio? ¿Por el alcoholismo de su madre, Susan, que deformó su físico al nacer con un maxilar superior minúsculo, una falta de tono muscular hasta cobrar su actual aspecto de gnomo albino? ¿Fue un disparate a posteriori por los malos tratos que padeció de su madrastra cuando su padre la llevó a vivir con él? ¿Un impulso azuzado por su afán de notoriedad? ¿Por sobresalir? ¿Por vanidad? ¿Por traición?

Ella llora frente al monitor de su cuarto y el rímel le resbala en riachuelos por las mejillas. Desabrocha uno de sus zapatos de tacón y lo arroja lejos. Flota en su retina la imagen de sus metidas de pata que no puede corregir, pero tampoco puede dejar pasar los errores cometidos por los demás: sus padres, el dueño de la pizzería donde trabajó, sus colegas de la empresa de software donde hizo sus prácticas profesionales, sus superiores militares, tan arrogantes y altaneros.

Presiente que el suyo es un falso dilema: el motivo es lo de menos, lo importante es delatar tanto atentado a los derechos humanos en Irak camuflados como daños colaterales; defender el pacifismo, denunciar el Mal y sus cómplices terrenales. Sus filtraciones fueron ninguneadas por The New York Times, por The Washington Post, por los supuestos guardianes del mundo libre. Incluso por Obama que se decía encarnación de los derechos civiles y defensor de grupos minoritarios. Y entonces asume el peso inusitado de su individualidad, más grávida que la coerción del gobierno; que la represión en contra suya de cualquier ente público, que los candados metálicos y mentales que le frenan su íntima liberación. Así que deja de llorar. Ha asimilado su verdadera identidad por un breve y precario instante.

Como un acto reflejo de sus hábitos aún masculinos se desprende la cabellera rubia; se despega las pestañas artificiales, limpia los restos de cosmético en su rostro y de lápiz labial en sus labios. Opera los movimientos precisos para quitarse los aretes largos, el único zapato de tacón que lleva puesto; despojarse de la falda de mezclilla, las bragas y rasurar su barbilla en el baño comunitario. Se enfunda los bóxers, el traje militar, la cartuchera, el quepí y ajusta sus gafas. Sale al campamento Arifjan contiguo a su dormitorio y se identifica con los oficiales de la entrada al tiempo que posa su dedo índice en el detector digital: “Soy el soldado Bradley Manning”.     

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