La pequeña soba su cabellera rubia
satinada, se ajusta la falda corta de mezclilla, agita la cabeza para que le
bailen coquetos los aretes largos y se sienta frente a su computadora por
última vez, antes de que el mundo sepa que es una delincuente en ciernes y
purgue una condena en una prisión federal por 22 cargos graves.
Es apenas una veinteañera como para vivir
sola en un dormitorio de Kwait; más insegura desde que marchó a Gales con su
madre, como para soportar el aislamiento en una jaula, pero será la menor
calamidad de su ciclo de torturas futuras en Quantico y Fort Leavenworth, en
Kansas; es una simple granjera de Oklahoma pero su imagen pública de criminal
marcará su físico de 1.57 de estatura (sin tacones) y 47 kilos de peso.
“Listo” le responde el hacker
anónimo a través de una red encriptada. 750 mil archivos clasificados descargados
en varios días. Comparte con su cómplice sus secretos de alta confidencialidad,
pero el héroe es él, no ella. Y el mayor riesgo será para ella, no para él. ¡Qué
injusto es este mundo de la celebridad informática! Una misión viril no apta
para chicas, por muy analistas de inteligencia que sean. Ella entiende que su
fama será secundaria, accesoria, coral. Y le pesa. Habría mil maneras mejores
para llamar la atención del público que sus fuertes taconeos por las redes
sociales. Pero a fin de cuentas ella es una militar, es decir, una mente
cuadrada. Y ahí no caben las heroínas solitarias.
¿Fue ésta una reacción a destiempo
por los constantes episodios de acoso de sus 11 hermanos y sus condiscípulos de
colegio? ¿Por el alcoholismo de su madre, Susan, que deformó su físico al nacer
con un maxilar superior minúsculo, una falta de tono muscular hasta cobrar su
actual aspecto de gnomo albino? ¿Fue un disparate a posteriori por los malos
tratos que padeció de su madrastra cuando su padre la llevó a vivir con él? ¿Un
impulso azuzado por su afán de notoriedad? ¿Por sobresalir? ¿Por vanidad? ¿Por traición?
Ella llora frente al monitor de su
cuarto y el rímel le resbala en riachuelos por las mejillas. Desabrocha uno de
sus zapatos de tacón y lo arroja lejos. Flota en su retina la imagen de sus metidas
de pata que no puede corregir, pero tampoco puede dejar pasar los errores cometidos
por los demás: sus padres, el dueño de la pizzería donde trabajó, sus colegas
de la empresa de software donde hizo sus prácticas profesionales, sus superiores
militares, tan arrogantes y altaneros.
Presiente que el suyo es un falso
dilema: el motivo es lo de menos, lo importante es delatar tanto atentado a los
derechos humanos en Irak camuflados como daños colaterales; defender el pacifismo,
denunciar el Mal y sus cómplices terrenales. Sus filtraciones fueron ninguneadas
por The New York Times, por The Washington Post, por los supuestos
guardianes del mundo libre. Incluso por Obama que se decía encarnación de los
derechos civiles y defensor de grupos minoritarios. Y entonces asume el peso inusitado
de su individualidad, más grávida que la coerción del gobierno; que la
represión en contra suya de cualquier ente público, que los candados metálicos
y mentales que le frenan su íntima liberación. Así que deja de llorar. Ha
asimilado su verdadera identidad por un breve y precario instante.
Como un acto reflejo de sus hábitos aún
masculinos se desprende la cabellera rubia; se despega las pestañas
artificiales, limpia los restos de cosmético en su rostro y de lápiz labial en
sus labios. Opera los movimientos precisos para quitarse los aretes largos, el
único zapato de tacón que lleva puesto; despojarse de la falda de mezclilla,
las bragas y rasurar su barbilla en el baño comunitario. Se enfunda los bóxers,
el traje militar, la cartuchera, el quepí y ajusta sus gafas. Sale al
campamento Arifjan contiguo a su dormitorio y se identifica con los oficiales
de la entrada al tiempo que posa su dedo índice en el detector digital: “Soy el
soldado Bradley Manning”.
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