Tomé café con él en la mesa de un
supermercado, cinco meses, tres semanas y dos días antes de que muriera y de
que se agotara la última oportunidad de reunirse con ella. Estaba entero, pero
con los ojos hundidos, encanecido y había ganado peso. Usaba una camisa de lino
blanco sin fajar, con los faldones arrugados y la melancolía propia de quienes
buscan alguna posibilidad.
Quise decirle que un padre ausente
termina siendo una simple nostalgia pasajera cuando los hijos crecen. A mí me
pasa lo mismo con el mío. Pero al final no le dije nada, porque pensé que
habría más oportunidades para hacerle entrar en razón. Gran error: la vida es
una sucesión de posibilidades perdidas. Cuando uno es joven las posibilidades son
ilimitadas, pero cuando uno es viejo y la vida ya no da de sí, se agotan muy
rápidamente. O no existen más.
Le regalé un libro de Primo Levi,
un judío superviviente del campo de concentración contiguo a Auschwitz. Llamó
su atención que lo más duro en ese entorno, según contaba Levi, fuese adaptarse
a las condiciones adversas con plena naturalidad, sobre todo cuando no había
ninguna esperanza de ser liberado. Lo mismo nos pasa con el padre ausente,
cuando el hijo se acostumbra a no tenerlo consigo y abandona cualquier
esperanza de volverlo a ver, con plena naturalidad. Pero siendo hijos medio
huérfanos, solemos resistirlo y nadar contra corriente. Primo Levi, en cambio,
se suicidó.
Semanas más tarde presenté a la
hija a un amigo mutuo. Senté a ambos en mi oficina y conversaron un rato: fue
una plática trivial, apenas un intercambio de cumplidos. Preferí asomarme por
la ventana y ver el cielo. De niño me contaban que desde arriba nos cuidaba un
padre protector. Yo calculaba entonces, con esa precisión milimétrica que le
ponen los menores a sus fantasías, cuantos kilómetros me separaban de ese Padre
Celestial, tan lejano y tan distante.
Dejé que el azar, o la casualidad,
o la suma de coincidencias entraran en este juego de los desencuentros.
Seguramente mi amigo le contaría al padre que había conocido a la hija. Nunca
lo supe: no quise preguntar. Pero la oportunidad que brotó esa tarde y pudo
germinar las semanas siguientes fue una prueba palpable de que el amor existe
al menos como posibilidad, aunque nunca se de cómo quisiéramos.
Finalmente, un conocido del padre
coincidió con él en diciembre pasado. Quizá lo halló en las mismas condiciones
de cuando tomó café conmigo: la camisa blanca de lino, los ojos hundidos y
encanecido. Y entonces el padre, como una premonición, o por un acto reflejo, o
yo no se por qué, le pidió el número telefónico de la hija para hablarle los
próximos días. El conocido mintió diciendo que no lo tenía.
En la vida uno aprende que las
posibilidades de perdonar de un hijo son infinitas y las oportunidades de pedir
perdón de un padre son contadas y ocasionales. Ambas condiciones, la de pedir
perdón y darlo, nacen de un acto de humildad y del amor sin condiciones ni
promesas.
Regresé hace una semana al mismo
supermercado y me senté a tomar café en la misma mesa. Entonces me enteré de la
noticia. Fue una coincidencia que lo viera ahí antes de su partida y me
avisaran ahí mismo de su muerte. A la casualidad le gusta compartir con los
humanos extraños juegos de manos. Me comuniqué con la hija y supe que ya no
tendrían ninguna oportunidad de verse. Los hijos sabemos cuándo se les agota a
nuestros padres la posibilidad de encontrarnos de nuevo. Entonces no nos resta
más que dejar de asumirnos como víctimas, comprender lo difícil que es la vida
y pedir perdón en nombre de ellos.
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