En San Pedro se
cultiva el hábito cada vez más generalizado de que mujeres de cuarenta años
vivan solas. Vivir sin compañía – que no aislado – no es una sensación grata
pese a que en este municipio rondan las fanáticas de esa costumbre insólita
hasta hace pocos años. Falta en su soledad intencionada una especie de afecto
íntimo que sólo puede trasmitir el cuerpo de otra persona (aquí ausente), y que
ningún contacto televisivo o de redes sociales compensa. El departamento unipersonal
en la Colonia del Valle se envuelve en un silencio monótono y su inquilina
forma parte de un prototipo humano que no vive liberado sino resignado.
El ser humano no
disfruta las ausencias más que como esnobismo pasajero. Tarde o temprano le
faltará pulsar diariamente el cuerpo cálido, la mano compartida, la voluntad
mutua de soledades juntas. Contar con un espacio aislado es deporte de horas
pero no estilo de vida. Vivir sólo es más un reacomodo improvisado que nos
impone la vida que una decisión libre y bien asumida.
Ahora que son
comunes en San Pedro y Monterrey los matrimonios separados – él en su casa,
ella en la suya – cabe pensar que en el fondo esto es tendencia a no
comprometerse, a no darse del todo, a no entregarse uno al otro como pareja; a
levantar una pared invisible, protectora y aséptica. ¿Les dará la felicidad
esta supuesta terapia? Lo dudo. La tendencia natural de un ser es vivir con
otro ser. Las ausencias se viven como falta, vacío, nunca como terapia para
alcanzar la salud mental, por más que se envuelva en el papel celofán del
budismo zen, o en la moda hindú de meditación transpersonal.
Muchas mujeres de
cuarenta años viven solas en San Pedro y no se jactan de su condición de
soledad. Una amiga vive sola y se marchita leyendo a Paulo Coelho las
veinticuatro horas del día. Otra sale a correr en pants a Calzada San Pedro.
Otra vive sola y apenas comparte horas nocturnas con parejas olvidables de
cama. Otra sufre una depresión que es como una sombra azul que se le escapa
rastreando las esquinas. ¿Son estas mujeres prototipo de una buena parte de la
humanidad que no busca restricciones? No: son simplemente solitarias. Acaso
liberadas de las ataduras sociales del “qué dirán” y amantes del mantra
mexicano del “me vale madres”.
Conmueve el que ciertas
mujeres que han decidido vivir solas tras llegar a los cuarenta, se desmoronen
de pronto como castillo de naipes y concluyan entonando una cantaleta parecida:
“Es que ya no soy la misma de antes”. ¡Pero uno siempre las ha visto igual! (si
acaso ligeramente más restiradas). El Black Label está compuesto de cuarenta
maltas, por eso a las mujeres de las cuatro décadas las representa bien la
Etiqueta Negra. Y se lo toman con gusto, mientras alardean entre ellas con
cierto tonito despreciativo: “Si desaparecieran los hombres tendríamos que
domesticar a otro animal para que nos tuviera satisfechas”.
Ayer, una amiga de
cuarenta años se confesó en una cena ante su circulo de amistades íntimas:
“Malgasté mis años. No le pido a Dios más tiempo. Doy mi vida por vivida. Punto
final. Se marcharon mis hijos, no tengo pareja estable. Soy un ave nocturna.
Mis días comienzan a las tres de la tarde”.
Para este tipo de mujeres
echo mano de un nuevo término acuñado por los publicistas: “lastre cero”. Así les llaman a
las personas que desdeñan cualquier compromiso u obligación permanente. Están
siempre disponibles, precarias y en constante tránsito. Tampoco tienen
expectativas a largo plazo. Lo peor es que los empleados “lastre cero” gozan de gran
demanda en el mercado laboral moderno de Nuevo León.
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