02 marzo 2013

LASTRE CERO



En San Pedro se cultiva el hábito cada vez más generalizado de que mujeres de cuarenta años vivan solas. Vivir sin compañía – que no aislado – no es una sensación grata pese a que en este municipio rondan las fanáticas de esa costumbre insólita hasta hace pocos años. Falta en su soledad intencionada una especie de afecto íntimo que sólo puede trasmitir el cuerpo de otra persona (aquí ausente), y que ningún contacto televisivo o de redes sociales compensa. El departamento unipersonal en la Colonia del Valle se envuelve en un silencio monótono y su inquilina forma parte de un prototipo humano que no vive liberado sino resignado.

El ser humano no disfruta las ausencias más que como esnobismo pasajero. Tarde o temprano le faltará pulsar diariamente el cuerpo cálido, la mano compartida, la voluntad mutua de soledades juntas. Contar con un espacio aislado es deporte de horas pero no estilo de vida. Vivir sólo es más un reacomodo improvisado que nos impone la vida que una decisión libre y bien asumida.

Ahora que son comunes en San Pedro y Monterrey los matrimonios separados – él en su casa, ella en la suya – cabe pensar que en el fondo esto es tendencia a no comprometerse, a no darse del todo, a no entregarse uno al otro como pareja; a levantar una pared invisible, protectora y aséptica. ¿Les dará la felicidad esta supuesta terapia? Lo dudo. La tendencia natural de un ser es vivir con otro ser. Las ausencias se viven como falta, vacío, nunca como terapia para alcanzar la salud mental, por más que se envuelva en el papel celofán del budismo zen, o en la moda hindú de meditación transpersonal.

Muchas mujeres de cuarenta años viven solas en San Pedro y no se jactan de su condición de soledad. Una amiga vive sola y se marchita leyendo a Paulo Coelho las veinticuatro horas del día. Otra sale a correr en pants a Calzada San Pedro. Otra vive sola y apenas comparte horas nocturnas con parejas olvidables de cama. Otra sufre una depresión que es como una sombra azul que se le escapa rastreando las esquinas. ¿Son estas mujeres prototipo de una buena parte de la humanidad que no busca restricciones? No: son simplemente solitarias. Acaso liberadas de las ataduras sociales del “qué dirán” y amantes del mantra mexicano del “me vale madres”.

Conmueve el que ciertas mujeres que han decidido vivir solas tras llegar a los cuarenta, se desmoronen de pronto como castillo de naipes y concluyan entonando una cantaleta parecida: “Es que ya no soy la misma de antes”. ¡Pero uno siempre las ha visto igual! (si acaso ligeramente más restiradas). El Black Label está compuesto de cuarenta maltas, por eso a las mujeres de las cuatro décadas las representa bien la Etiqueta Negra. Y se lo toman con gusto, mientras alardean entre ellas con cierto tonito despreciativo: “Si desaparecieran los hombres tendríamos que domesticar a otro animal para que nos tuviera satisfechas”.

Ayer, una amiga de cuarenta años se confesó en una cena ante su circulo de amistades íntimas: “Malgasté mis años. No le pido a Dios más tiempo. Doy mi vida por vivida. Punto final. Se marcharon mis hijos, no tengo pareja estable. Soy un ave nocturna. Mis días comienzan a las tres de la tarde”.

Para este tipo de mujeres echo mano de un nuevo término acuñado por los publicistas: “lastre cero. Así les llaman a las personas que desdeñan cualquier compromiso u obligación permanente. Están siempre disponibles, precarias y en constante tránsito. Tampoco tienen expectativas a largo plazo. Lo peor es que los empleados “lastre cero gozan de gran demanda en el mercado laboral moderno de Nuevo León.

Muchas mujeres de cuarenta años son el “lastre cero” en el comercio del amor: les desagradan las expectativas de largo aliento y las carreras maratónicas. Ganan en libertad lo que pierden en estabilidad. La corona que se labran esa se ponen. No suelen cargar nada: ni bolsa, ni compromisos, ni pareja, ni futuro estable. Ni siquiera un lápiz labial. Son lastre cero. Pero viven su vida sin molestar a nadie. Y para ellas (y nosotros) eso es ganancia.

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