06 marzo 2013

EL CALLEJÓN DE LOS DESEOS QUEBRADOS



El niño cachetón y feo hojeaba los cuatro tomos de una enciclopedia comprada por su padre, maestro de primaria, hasta dar con un capítulo sobre cultura y un curso elemental para aprender a dibujar. Dice que la mejor enseñanza que recibió esa tarde, además de construir un caballete con las ramas de un guayabo, fue el arte de buscar la proporción para plasmarla en un lienzo. Desde entonces su vida fue un intento por contener esa proporción que se le fue fugando por el callejón de los deseos quebrados.

El muchacho cachetón y feo se levantó una madrugada de tantas a vestir el uniforme militar. Tomó un fusil y salió a trotar a campo traviesa, en el último Curso Avanzado de Blindados, con los botines lustrosos y el quepí de capitán. Dice que su deseo más profundo estaba en un diamante de beisbol, midiendo al bateador contrario para lanzarle una zurda engañosa, ponerlo “out” y salir en hombros como el mejor pelotero del mundo. Desde entonces su vida fue un ensayo por combinar en su justa proporción sus hábitos de dibujante mediocre, su afición beisbolera y su vocación castrense que le dio fama y fortuna y lo empujó hasta el callejón de los deseos quebrados.

El joven cachetón y feo dormitaba en la prisión militar de San Francisco de Yare, sentenciado a dos años de cárcel por intentar sublevarse en contra del poder establecido y asumir en solitario su culpa del cuartelazo bolivariano que causó 50 muertos y más de 100 heridos. Dice que siendo prisionero aprendió que el pueblo es como una mujer caprichosa, fuera de toda proporción, que primero cayó rendido a sus pies y luego lo alzó en hombros por la calle. Desde entonces su vida fue el afán de martirizarse como redentor de los miserables y los desamparados, y llevarlos en procesión jubilosa por el callejón de los deseos quebrados.

El hombre cachetón y feo levantó los brazos, cantó, bailó y se abrazó sólo ante la multitud que lo idolatraba como extra de un programa de televisión. Iniciaba su tercer periodo presidencial, democrático y caudillista a la vez, con una arenga en radio belicosa y casi mística que simbolizaba el proceso de su glorificación en vida y que remató con la frase “Patria, Socialismo y Muerte”. Dice que con la unión de  todas las fuerzas políticas, de los obreros y los campesinos, a nadie le faltaría una tortilla de plátano con chorizo carupanero que a él mismo le gustaba comer cuando regresaba a los cañaverales de su pueblo Sabaneta, al oeste del país. Desde entonces su vida fue el reto pendenciero contra los oligarcas del mundo entero y dominar con la desproporción de su verbo y su petróleo las venas abiertas de América Latina que desde hace un par de siglos van a dar al callejón de los deseos quebrados.

El moribundo cachetón y feo yacía en un camastro hospitalario, con la herida de un tumor del tamaño de una pelota de béisbol y la imposibilidad de una muerte asistida porque razones de Estado le impedían desenchufarlo del ventilador. Decía en su delirio que Cristo le diera su corona de espinas, que él la sangraba; que le diera su cruz, cien cruces, que él las llevaba, pero que le diera vida, vida, vida. Desde entonces las únicas pruebas de que seguía en este mundo eran unas fotos con la sonrisa desdibujada y unas hijas prestas a salir de compras a Nueva York, antes de subirse a una carroza oficial con el desproporcionado cadáver de su padre y rodar lentamente y sin retorno, por el callejón de los deseos quebrados.    

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