El niño cachetón y feo hojeaba los
cuatro tomos de una enciclopedia comprada por su padre, maestro de primaria,
hasta dar con un capítulo sobre cultura y un curso elemental para aprender a
dibujar. Dice que la mejor enseñanza que recibió esa tarde, además de construir
un caballete con las ramas de un guayabo, fue el arte de buscar la proporción
para plasmarla en un lienzo. Desde entonces su vida fue un intento por contener
esa proporción que se le fue fugando por el callejón de los deseos quebrados.
El muchacho cachetón y feo se
levantó una madrugada de tantas a vestir el uniforme militar. Tomó un fusil y
salió a trotar a campo traviesa, en el último Curso Avanzado de Blindados, con
los botines lustrosos y el quepí de capitán. Dice que su deseo más profundo
estaba en un diamante de beisbol, midiendo al bateador contrario para lanzarle
una zurda engañosa, ponerlo “out” y salir en hombros como el mejor pelotero del
mundo. Desde entonces su vida fue un ensayo por combinar en su justa proporción
sus hábitos de dibujante mediocre, su afición beisbolera y su vocación castrense
que le dio fama y fortuna y lo empujó hasta el callejón de los deseos
quebrados.
El joven cachetón y feo dormitaba
en la prisión militar de San Francisco de Yare, sentenciado a dos años de
cárcel por intentar sublevarse en contra del poder establecido y asumir en
solitario su culpa del cuartelazo bolivariano que causó 50 muertos y más de 100
heridos. Dice que siendo prisionero aprendió que el pueblo es como una mujer
caprichosa, fuera de toda proporción, que primero cayó rendido a sus pies y
luego lo alzó en hombros por la calle. Desde entonces su vida fue el afán de
martirizarse como redentor de los miserables y los desamparados, y llevarlos en
procesión jubilosa por el callejón de los deseos quebrados.
El hombre cachetón y feo levantó
los brazos, cantó, bailó y se abrazó sólo ante la multitud que lo idolatraba
como extra de un programa de televisión. Iniciaba su tercer periodo presidencial,
democrático y caudillista a la vez, con una arenga en radio belicosa y casi
mística que simbolizaba el proceso de su glorificación en vida y que remató con
la frase “Patria, Socialismo y Muerte”. Dice que con la unión de todas las fuerzas políticas, de los
obreros y los campesinos, a nadie le faltaría una tortilla de plátano con
chorizo carupanero que a él mismo le gustaba comer cuando regresaba a los
cañaverales de su pueblo Sabaneta, al oeste del país. Desde entonces su vida
fue el reto pendenciero contra los oligarcas del mundo entero y dominar con la
desproporción de su verbo y su petróleo las venas abiertas de América Latina
que desde hace un par de siglos van a dar al callejón de los deseos quebrados.
El moribundo cachetón y feo yacía
en un camastro hospitalario, con la herida de un tumor del tamaño de una pelota
de béisbol y la imposibilidad de una muerte asistida porque razones de Estado
le impedían desenchufarlo del ventilador. Decía en su delirio que Cristo le
diera su corona de espinas, que él la sangraba; que le diera su cruz, cien
cruces, que él las llevaba, pero que le diera vida, vida, vida. Desde entonces
las únicas pruebas de que seguía en este mundo eran unas fotos con la sonrisa
desdibujada y unas hijas prestas a salir de compras a Nueva York, antes de subirse
a una carroza oficial con el desproporcionado cadáver de su padre y rodar lentamente
y sin retorno, por el callejón de los deseos quebrados.
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