Samanta llega sin avisar a casa de
su compañera el primer martes de julio del 2011 y la abuela a duras penas le
abre la puerta. Quiere invitarla al cine o a un Starbucks pero comprende que en
esa casa ajena incomoda su presencia. Al instante siente vivir un sueño o una
realidad paralela. O ambas cosas a la vez.
La compañera de Samanta se enfunda
un vestido de novia hasta ajustarlo al talle. Entiende mi amiga que la prenda
carece de diseños barrocos y adornos en la cadera porque su compañera es obesa,
pero lucen bien las líneas verticales del crepé.
“Perdió a su madre muy pequeña” le
dice la abuela a mi amiga. “La mataron en el centro de San Nicolás en un fuego
cruzado, cerca del mercado. Yo la identifiqué esa misma noche en la plancha. No
la asearon bien. Le dejaron machas de sangre que luego batallé para lavar;
tiene uno que restregar fuerte con estropajo rudo, ya lo sabe usted”.
A mi amiga no le agrada el tono
champán del vestido de novia, ni el relativo exceso de los hilos plateados, ni
las sandalias con pedrería, ni la indiferencia de su compañera que no voltea a
verla, tan concentrada en su vestuario. Tampoco le gusta que no la hubiese invitado
a la boda, pero se queda callada.
En otros tiempos era la propia
novia quien bordaba la lencería de su ajuar, pero habrá que ver ahora a las
muchachas que ya no cosen con aguja y meno saben meter hilo ni remendar un
calcetín. ¡Y así quieren hallar marido! “Traigo en la bolsa una aguja pero para
protegerme de los extraños” dice la nieta. Sabe mi amiga que siempre fue
atrabancada, “como su madre” tercia la abuela “que perdía su delicadeza
femenina cuando husmeaba cualquier riesgo. ¡Y mira en lo que acabó!”.
La abuela le ajusta la tiara, los
guantes largos y ella se ve en el espejo; no se sabe bonita pero se acomoda el
tocado, le estorba el velo y la extensión de la cauda. Desliza la liga blanca
por su pierna hasta el muslo, símbolo de buena suerte. “Y de abundancia” añade
la abuela. “¿Dónde está el lazo?” Pregunta la nieta. “¿Y el anillo de compromiso?”
La abuela corre al baño. Muchachas modernas tan olvidadizas.
Queda vestida la novia con su
ajuar. Su abuela la tomó del brazo para arrodillarla y rezar con ella. No le
piden a Samanta que las acompañe. Mejor se incorporan y comienzan la operación
en reversa: la novia se quita la tiara, el velo, el vestido de tono champán y
la liga blanca. La abuela la desmaquilla con un estropajo rudo. Abuela y nieta
sueltan una lágrima. Es todo. Salen Samanta y su compañera a un Sanborns
cercano.
Al día siguiente la compañera de
mi amiga evita cualquier explicación. Simplemente la invita los primeros martes
de cada mes a cumplir con su abuela el mismo ritual que contempló mi amiga.
Enfundarse el vestido, los guantes largos, ponerse la tiara, extender la cola
hasta donde alcanza la habitación. Lucir en el espejo la figura obesa y
arrodillarse a rezar.
En el Starbucks me encuentro a
Samanta y le pregunto por la novia imaginaria. Con un suspiro se encoge de
hombros. Como cada primer martes de mes fue a casa de su compañera a cumplir el
ritual de la boda interrumpida. La recibió la abuela y le invitó un café.
Cuando le preguntó por su nieta dijo que había salido. Fue incómodo el silencio
entre ambas. Tardaron más de diez minutos en volverse a hablar. Y sin decirse
nada en especial.
Poco antes de marcharse mi amiga
vio en un rincón de la sala el cofre del ajuar y los restos del vestido de
novia: hilachas sueltas de tela sucia. Percibió tras de sí el murmullo de la
abuela: “Al fin mataron al asesino del novio de mi nieta. Lo hallaron colgado
de un puente en Reynosa. Ya no hace falta recordarle a Dios la boda que le
interrumpió hace dos años a mi pobre niña”.
Me apena no haberlo comprendido
antes. Me incomoda haber conjeturado un par de teorías absurdas. Me ofende
vivir en un Monterrey inseguro. Me indigna ver sufrir a esta pobre novia que le
cortaron brutalmente su sueño de casarse los primeros martes de cada mes.
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