Jesse el fletero, que viaja cada
semana a Houston por la US-281 en su Ford F-250 Heavy Duty, cuatro puertas,
motor diesel, porta un paquete de Marlboro en la guantera, una cruz en el
tablero, una hielera con Budweiser, una Glock G39, cal. 45 en el asiento y el
best seller “American Sniper” de Chirs Kyle, como amuleto o fuente de
inspiración contra los negros y asiáticos que le salgan al paso, en busca de
pelea.
Me lo presentó Obed Campos en
McAllen, porque es vecino de sus primos de allá y es tan simpático que uno le
pasa por alto su tomada atrabancada de cerveza, las quejas contra su mujer (a
quien adora) y la confiscación de la plática para atarnos a su única obsesión:
los marranos salvajes, una plaga de jabalíes gigantes que arrancan las
cosechas, devoran los venados y son tan feos que le sacan un susto al mismo
diablo. “Peor que un maldito negro enojado” sentencia Jesse que fuma sin cesar
un Marlboro tras otro.
Pero es tan sabrosa su carne a la
barbecue, servida directamente del pozo, que fleteros, moteros y vaqueros de
los pueblos de Eagle Ford, cerca de San Antonio, descendientes de aquel David
Crockett caído en El Álamo, compiten cada mes de marzo para cocinar cerdo
salvaje en el condado de La Salle, durante el “Wild Hog Cook-off”, en Cotulla,
Texas. Jesse adereza su plática con ademanes eléctricos y asoma su torso
cubierto por tatuajes tribales que, alardea él, le cubren el cuerpo completo.
Allá en Cotulla, entre los cientos
de cofres de carros modelo 70, adaptados como parrillas para asar el cerdo,
Jesse pudo conocer al ex jinete de rodeo Chris Kyle, un rubio fornido, de barba
de candado, ahora legendario navy seal
que tras sufrir una lesión al montar un toro, se alistó como combatiente y pasó
de tirotear marranos a matar musulmanes en Irak. Chris se volvió el más célebre
francotirador americano y en apenas unos años cumplió la meta de liquidar, uno
tras otro, 250 iraquíes insurgentes. Le decían “El demonio de Ramadi” y se
convirtió en el orgullo de los jóvenes de Texas. Desde entonces, en la feria de
La Salle, brindan cada año por él.
A escondidas, Jesse nos lleva a
Obed Campos y a mí al garaje de su casa de McAllen. Abre el portón eléctrico y
quedamos boquiabiertos: fusiles de asalto, municiones para volar un edificio,
un M16 impecable, un Tavor 5.56 x 45 fabricado en Israel y varias Glock como la
que Jesse porta en la cintura. “Son armas para algo más que matar un cerdo
salvaje”, pensé en voz alta, mientras Jesse apaga de improviso el interruptor
de luz porque su mujer lo llama desde la cocina.
Apenas alcancé a contarles a él y
a Obed la mayor hazaña de Chris Kyle en Irak: una mujer sujetaba a un niño con
una mano, y con la otra apuntaba con un lanzacohetes a un convoy americano. A
una distancia de 2 mil metros, Chris calculó el blanco desde la mira
telescópica y accionó el gatillo: un tiro en el cuello de la mujer que cayó
revolcándose, como cerdo salvaje. “Fue muy divertido” confesó luego Chris a
FoxTV. En la base militar, desde una duna iraquí, Chris oteaba a los soldados
dormidos, iluminados por la luna. Desde un cerro texano, Jesse veía la manada
de cerdos dormidos, bañados por la luz de la misma luna: la noche confunde los
cuerpos y mezcla los muertos.
Y es que los héroes armados,
cuando reposan, se parecen entre ellos: al retornar al hogar se quitan la
armadura, cuelgan las medallas, enfundan las espadas y se someten a la dulce
dictadura de sus mujeres. Chris se fracturó el pie reparando el tejado; se
cortó una mano al instalar fibras solares, resintió la lesión lumbar de cuando
fue jinete de rodeo. Y su mujer lo regañaba de mala manera, fastidiada de tener
a un salvaje en casa, hasta obligarlo un día a dejar su carrera militar, para
que aprendiera a sufrir los imprevistos cotidianos, como la gente normal; ir a
Wall Mart, cobrar la pensión, llevar a los hijos a la escuela. Igual Jesse que
ama a su pareja pero fue acorralado por ella una noche a vender su armamento casero o a
irse a vivir a otra hogar: una cosa u otra, pero no las dos. Jesse
pidió unos meses para decidir, pero su mujer eligió por él.
Finalmente Jesse y Chris
sucumbieron a la mala suerte. Por ayudar a un joven neurótico, también ex
marine, Chris lo llevó a distraerse a un campo de tiro, cerca de su casa. Con
las orejeras puestas, calados los lentes de protección, tiraron por horas a
postes y blancos móviles; Chris con mejor puntería: era el experto. Sin venir a
cuento, su amigo, o la neurosis de su amigo, o el cerdo salvaje que todos
llevamos dentro, apuntó a Chris Kyle en la nuca, cerró los ojos para no ser
testigo de su propia locura y con la frialdad de los trastornados le descerrajó
un tiro a quemarropa. Chris Kyle cayó agonizante, tembloroso, como los cerdos
salvajes. Murió minutos más tarde.
Por su parte, una madrugada de tantas,
Jesse se enfundó al cinto su Glock G39 y en la cajuela de su Ford Heavy Duty
metió su ropa, sus enseres personales, su arsenal de destrucción masiva, la
foto enmarcada de su esposa y acaso el libro que escribió Chris Kyle, “American
Sniper”. Hay quien dice que lloraba. Se fue de su casa, corrido al fin por su
mujer, que no supo comprender o al menor reconocer que las armas que portan los
vaqueros de Texas no solo sirven para matar cerdos salvajes, sino para
demostrarse a sí mismos y al resto de nosotros los mortales que son los únicos
hombres de ley que quedan en este mundo poblado de cobardes.
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