12 febrero 2013

COMO BENEDICTO



Hallaron a mi amiga en el suelo del baño; boquiabierta, susurrando palabras inaudibles y con las pastillas de un frasco entero flotando en sus vísceras. Se iba a morir pero el hijo la rescató del naufragio y la llevó al San José. Fue el mismo día cuando renunció Benedicto.

No tenía cara: la vergüenza era un velo que le nublaba sus rasgos. Pidió que la sacaran del hospital para regresarla al baño de su casa. ¿Y para qué si ya no quedaba una pastilla en el frasco? Lo triste de mi amiga es que deja las cosas a medias: medio matrimonio, medio doctorado, medio amante y trabajo de medio tiempo. Como Benedicto.   

Ayer por la noche la visité en su casa. Convalecía en bata de dormir, pies descalzos y una sensación de resucitada a su pesar. Se le fijaba el rictus del fracaso en los labios. La conozco hace 10 años y se cuánto esmero le pone a sus cosas, incluyendo ésta de querer morirse. O de renunciar a todo como Benedicto.

La cuida una enfermera de nueve de la noche a siete de la mañana. Luego mi amiga se queda sola. Tiene un gato gris pero nunca un animalito por fiel o cariñoso que sea, llega a sustituir un par de brazos o manos o piernas, con los cuales consentirse. O una legión de monjas acomedidas como Benedicto.

“¿Sabes qué me pesa? Haber llegado a mis cincuenta años y ser sabia. Estudié letras, me casé, tuve hijos y me divorcié. La experiencia me dotó de una corteza resistente, similar a la madurez. Pero hace una semana ésta mujer sabia quiso suicidarse”. Hay fracasos que se deben menos a la sabiduría y más a la falta de técnica: un buen suicida es un buen técnico; diestro con las manos y firme el pulso postrero. ¿Pero qué esperar de una doctora en Letras? ¿O de un doctor en Teología como Benedicto?

“Te veo serena” le comenté. Y en verdad lucía como si fuese sabia. Exhaló el humo de un cigarro inexistente porque no fuma. “Me esforcé en ser sabia; aprender de lo malo, tener calma en la dificultad, pero me ganan los reflejos condicionados. Un psiquiatra sustituyó mi sabiduría por dos tabletas diarias de valproato semisódico y otra de quetiapina, cien miligramos para dormir”. Vi los medicamentos en la cómoda, bajo un crucifijo. Como en los aposentos de Benedicto.

¿Por qué la gente aspira a ser sabia? Conozco sabios que ocultan temerosos a una amante; otros viven apartado del mundo en su torre de marfil; otros viven de pleito con los hijos, otros son muy sabios pero se mueren de enfermedad terminal. Otros prefieren apartarse del mundanal ruido como Benedicto.  

Hace años conocí al psiquiatra más sabio del mundo, Carlos Castilla del Pino: escribía en diarios importantes, era miembro de la Real Academia Española, meditaba todas las tardes bajo un olivo en su quinta y publicaba libros profundos. Pero se casó tres veces y de siete hijos que tuvo, dos se suicidaron a temprana edad. Cayó Carlos en una muy sabia depresión. ¿Cómo Benedicto?

Le digo a mi amiga que aquí los únicos sabios (porque no quieren serlo), son el valproato y la quetiapina: sustancias en busca de un alma. En cambio, mi amiga es un alma en busca de sustancias. Por las ganas de ser sabia ingiere pastillas para dormir. Me queda claro: quien busca la sabiduría no la tendrá y quien la tiene tarde o temprano se le irá. Sí, como Benedicto. 

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