Hallaron
a mi amiga en el suelo del baño; boquiabierta, susurrando palabras inaudibles y
con las pastillas de un frasco entero flotando en sus vísceras. Se iba a morir
pero el hijo la rescató del naufragio y la llevó al San José. Fue el mismo día
cuando renunció Benedicto.
No
tenía cara: la vergüenza era un velo que le nublaba sus rasgos. Pidió que la
sacaran del hospital para regresarla al baño de su casa. ¿Y para qué si ya no
quedaba una pastilla en el frasco? Lo triste de mi amiga es que deja las cosas a
medias: medio matrimonio, medio doctorado, medio amante y trabajo de medio
tiempo. Como Benedicto.
Ayer por la noche
la visité en su casa. Convalecía en bata de dormir, pies descalzos y una
sensación de resucitada a su pesar. Se le fijaba el rictus del fracaso en los
labios. La conozco hace 10 años y se cuánto esmero le pone a sus cosas,
incluyendo ésta de querer morirse. O de renunciar a todo como Benedicto.
La cuida una
enfermera de nueve de la noche a siete de la mañana. Luego mi amiga se queda
sola. Tiene un gato gris pero nunca un animalito por fiel o cariñoso que sea,
llega a sustituir un par de brazos o manos o piernas, con los cuales consentirse.
O una legión de monjas acomedidas como Benedicto.
“¿Sabes qué me
pesa? Haber llegado a mis cincuenta años y ser sabia. Estudié letras, me casé,
tuve hijos y me divorcié. La experiencia me dotó de una corteza resistente, similar
a la madurez. Pero hace una semana ésta mujer sabia quiso suicidarse”. Hay
fracasos que se deben menos a la sabiduría y más a la falta de técnica: un buen
suicida es un buen técnico; diestro con las manos y firme el pulso postrero. ¿Pero
qué esperar de una doctora en Letras? ¿O de un doctor en Teología como
Benedicto?
“Te veo serena” le
comenté. Y en verdad lucía como si fuese sabia. Exhaló el humo de un cigarro
inexistente porque no fuma. “Me esforcé en ser sabia; aprender de lo malo,
tener calma en la dificultad, pero me ganan los reflejos condicionados. Un
psiquiatra sustituyó mi sabiduría por dos tabletas diarias de valproato
semisódico y otra de quetiapina, cien miligramos para dormir”. Vi los
medicamentos en la cómoda, bajo un crucifijo. Como en los aposentos de
Benedicto.
¿Por qué la gente
aspira a ser sabia? Conozco sabios que ocultan temerosos a una amante; otros
viven apartado del mundo en su torre de marfil; otros viven de pleito con los
hijos, otros son muy sabios pero se mueren de enfermedad terminal. Otros
prefieren apartarse del mundanal ruido como Benedicto.
Hace años conocí
al psiquiatra más sabio del mundo, Carlos Castilla del Pino: escribía en
diarios importantes, era miembro de la Real Academia Española, meditaba todas
las tardes bajo un olivo en su quinta y publicaba libros profundos. Pero se
casó tres veces y de siete hijos que tuvo, dos se suicidaron a temprana edad.
Cayó Carlos en una muy sabia depresión. ¿Cómo Benedicto?
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