La conocí hace un par de semanas
en un bar oculto detrás de una sala china de masajes y reflexología. Como buena
migrante regiomontana debía vivir en la comunidad hispana de Brooklyn, pero ella
prefirió rentar un cuartito en Amsterdam Avenue, cerca de la Catedral de San
Juan el Divino, en un edificio de Harlem habitado por afro-americanos, donde no
es muy apreciada por sus vecinos.
Es comprensible dado su carácter
áspero: su familia de San Nicolás no dejó nunca de tildarla de extravagante y solitaria
hasta que se fue a EUA. Ni siquiera cuando consiguió un empleo convencional como
operadora logística del New York Times, con la tarea de supervisar la
distribución de los ejemplares físicos del diario en el norte de Manhattan, quiso
asentar su delirio ególatra de cultivar la diferencia sobre los demás. Es su
sello distintivo. Su identidad. Y su condena.
Me la presentó mi amiga, la
programadora de Brooklyn, luego de una advertencia: “es una chiflada
irremediable; no se cansaba de elogiar al New York Times donde la explotaron
por años, hasta que la corrieron en uno de tantos recortes de personal”. El más
grande objeto de su deseo se volvió su verdugo. Como en el poema de Catulo:
“Odio y amo. Quizá te preguntes: ¿cómo es posible? No lo se. Pero así lo siento
y me torturo”.
La pobre desempleada, amiga de mi
amiga, odiaba y amaba a un tiempo. En el caso de Catulo, la culpable de esa
dualidad de sentimientos era Clodia, una mujer casada de quien estaba
enamorado, y a quien retrató en sus versos de amor bajo el nombre de Lesbia,
por la influencia de Safo, la poeta lésbica. Catulo sufrió la infidelidad de su
amante hasta inspirarle unos versos de rencorosa revancha machista: “lo que
dice una mujer enamorada conviene escribirlo en el viento y en el agua
rápida”.
Puedo entender a los jefes del New
York Times cuando despidieron a la amiga de mi amiga. El fin del modelo de
negocio de la prensa impresa oscila entre la reducción de su personal hasta su
eventual cierre. Leo la encuesta de Pew Research Center confirmando que los
americanos ya recurren a Internet antes que a la prensa tradicional. Crece el
número de usuarios de blogs, redes sociales y periodismo ciudadano, todos en
línea. Los adolescentes han dejado de leer el periódico en papel. Un chiste lo
dice todo: “interesante, le dice el chavo a su madre, se trata un archivo
portátil y no tengo que esperar a que descargue… ¿y dices que se llama
periódico?”
Ni siquiera “Gray Lady” (La Dama
Gris) ha quedado exenta del cambio de paradigma. La amiga de mi amiga de
Brooklyn fue despedida de ese diario histórico junto con el 20% de sus mil
periodistas, porque a sus dueños ya les resulta más costoso imprimir grandes
tirajes que publicar en su sitio web. La publicidad descendió casi 11% en sus
ediciones impresas y el año pasado las acciones de la empresa cayeron un 16%.
Una debacle en toda la extensión de la palabra.
Original y revanchista, la amiga
de mi amiga de Brooklyn pulió sus dotes de animadora de bar (que francamente
nunca le vi), y se lanzó a hacer fortuna como comediante en vivo. Sus gags
medio improvisados eran carretadas de amor y odio, al estilo Catulo, sobre el
periódico donde gastó los mejores años de su vida, del tipo: “vi pasar a mi
abuela mexicana con el New York Times y pensé que iba a defecar porque no sabe
leer inglés. Además, quien lee últimamente el New York Times, solo piensa en
defecar, aunque sepa inglés”. Su show era tan malo que apenas consiguió un
contrato dos veces por semana en ese bar oculto detrás de la sala china de
masajes y reflexología sobre la Convent Avenue. Aparte de un par de clientes
aburridos, sólo le aplaudíamos mi amiga y yo.
“¿Por qué no la ayudas mejor a
vengarse contra el New York Times publicando un diario digital?” Le sugerí a mi
amiga de Brooklyn pero ella saldó mi propuesta con una sentencia inapelable:
“Es una cabezona”. Le hice ver que mofarse de la decadente prensa escrita no
conduce a nada más que a medio vivir como comediante en bares de mala muerte.
En cambio, publicar un diario digital, dirigido a la comunidad hispana de EUA
pudiera ser un modelo de negocio original, con un nicho de mercado aún poco
explorado.
“¡Pero si esta necia vive en
Harlem, rodeada de negros!” me atajó mi amiga: “Ya ni se acuerda de sus
hermanos de sangre”. Entreví en su tono hiriente el amor-odio de Catulo y la
sospecha de que sus quejas las escribía en el viento y el agua rápida. Cuando
el show terminó (¿pero cuando comenzó?) y mi amiga recibió en nuestra mesa a la
comediante con un beso peculiar en su mejilla izquierda, caí en la cuenta del
poema de Catulo: “¿Cómo es posible? No lo se. Pero así lo siento y me torturo”.
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