
Por asociación mental y también
por inocultable morbo (salpicado con cierta dosis de perversidad), comparo sus
éxitos notables con los de la alcaldesa de Monterrey, Margarita Arellanes. El
contraste es notorio y tiende a ser favorable para Margarita en su condición
sexual (ella es mujer y él era hombre), y sobre todo en su apariencia estética
(él era muy feo y ella muy guapa). Pero a partir de aquí el tablero pega un
vuelco irreversible.
Koch era un judío broncudo oriundo
de Bronx, que terminó sus estudios como abogado litigante hasta que fue electo
líder distrital del partido demócrata para Greenwich Village. Su estrella en
ascenso lo instaló en la alcaldía de Nueva York a mediados de los años setenta,
cuando la ciudad estaba quebrada fiscalmente y se hundía en un marasmo de deuda
pública (400 millones de dólares) y corrupción sin fondo, de droga en las
calles y servicios públicos inservibles. Nada que ver con Monterrey.
A pesar de estos “ligeros”
inconvenientes, Ed Koch decía que ser alcalde de Nueva York era el mejor
trabajo del mundo. Consiguió sacar del barranco a su ciudad con planeación
urbana, rehabilitando más de 200 mil viviendas populares para mejorar las zonas
urbanas más deprimidas y frenando la política clientelar de su propio partido.
Por cierto: ¿Ha frenado Margarita la política clientelar de los puesteros de
Monterrey?
Koch negoció directamente con las
instituciones de crédito; no usó intermediarios ni mucho menos brokers. Tampoco
era afecto a lavarse las manos, ni ambiguo en sus declaraciones ante la prensa,
ni voluble en la toma de decisiones financieras y menos miedoso para pasar la
sierra eléctrica en las cuentas públicas. Hojeo en la “Barnes and Noble” de la
5ª Avenida su autobiografía “Mayor”, de la editorial Simon & Schuster y doy con una frase que lo pinta de
pies a cabeza: “No soy del tipo de personas que sufre de úlceras porque digo
exactamente lo que pienso. Más bien soy del tipo de persona que le da úlcera a
los demás”. Por cierto: ¿Dice lo que piensa Margarita en el caso del aumento
salarial de sus regidores de Monterrey?
Si bien Ed Koch era de
temperamento fuerte (“si me das un puñetazo, te lo devuelvo”), siempre fue leal
con quienes lo sirvieron en sus sucesivas reelecciones, no como Margarita que
se ha olvidado de regresar la copa a colaboradores fieles en su pasada campaña
electoral como Miguel Ángel García, que le dio la estructura territorial de la
que ella carece: se le olvida que así ganó. Koch, en cambio, cultivó la
sabiduría superior de ser solidario: en cierta ocasión vio desde la ventana del
Ayuntamiento una marcha de trabajadores en huelga que cruzaban el puente de
Brooklyn. Sin dudarlo salió corriendo y se puso al frente de la manifestación
coreando la consigna: “No dejaremos que estos tipos nos quieran arrodillar”.
Koch fue precisamente un maestro
en la estructura territorial; un político callejero, de barriada y de contacto
personal con los vecinos: cada viernes lo destinaba a visitar uno por uno los
barrios y charlar con los peatones en la salida de los subways, en las esquinas
de Brooklyn, en los cafés de Harlem; en las peluquerías de Queens y a bocajarro
les preguntaba: “How´m I doing?” (¿cómo lo estoy haciendo?). Koch se la rifaba solo, sin guaruras,
ni equipos de seguridad; sin secretarios particulares, secretarios privados,
secretarios técnicos, secretarias ejecutivas, secretarias a secas, asistentes,
asesores, choferes, chalanes y demás especímenes de la fauna burocrática
propiamente regiomontana.
¿Qué Monterrey es inseguro como para
que ande la alcaldesa por las calles mal iluminadas? Nueva York era entonces la
megalópolis más peligrosa del mundo. ¿Qué Monterrey es muy grande en población como
para lograr un contacto personal con su gente? Nueva York era entonces una olla
de presión con más de 8 millones de seres humanos hirviendo adentro.
Como cualquier mente despierta,
Koch era aficionado a valerse de ingeniosas bromas para restarle peso a las
críticas (en hebreo se le llama “chutzpah” a esa habilidad) y cultivaba varios
hobbies: uno de ellos fue el cine. Otro fue la gastronomía (era un excelente
chef). Otro fueron las obras de Broadway (que lo inmortalizaron con la puesta
en escena de un musical con pasajes de su trayectoria política).
Otro hobbie suyo fue vivir en
solitario: vivía como ermitaño en su residencia y en su despacho del City Hall
hasta que un infarto fulminante lo sacó del barullo de Nueva York y lo fue a
depositar a tres metros bajo tierra en la Trinity Church del norte de
Manhattan, a media cuadra del metro. En su obituario, el “Times” publica que le
sobreviven una hermana y “la ciudad de Nueva York”.
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