En el poder público se magnifican
los sesgos mentales comunes a cualquier persona normal. Y por eso tienden a
volverse más riesgosos. Este problema de alta repercusión social no sólo pasa
en Nuevo León, ni es exclusivo de México: es un fenómeno psicológico bien
estudiado por quienes nos aficionamos a la ciencia cognitiva y que se reproduce
indistintamente en cualquier sistema democrático o cerrado del mundo. Pero
últimamente en Nuevo León somos los que mejor curtimos baquetas, o quienes,
para el caso, mejor cantamos las rancheras.
Además, dado que lo primero que
experimenta el ser humano es su entorno inmediato, es decir, lo que tiene más
próximo y a la mano, la comprobación de estos defectos la medimos con más
facilidad en el hábitat local. Así que por mero afán de síntesis reduzco estas
disonancias cognitivas (no privativas pero sí definitorias de la política de
Nuevo León), en siete principios-clave, que han sido un dolor de cabeza
constante para los nuevoleoneses.
1.- Los políticos, mientras más
incompetentes sean en su función, son menos conscientes de ello. A eso, la
ciencia cognitiva lo denomina Ley de Dunning-Kruger: irónicamente, son los políticos
mediocres, con menos destrezas y talentos, quienes tienen más amor propio, más autoestima
y se sienten más seguros de lo que hacen y ordenan en su esfera pública.
2.- Los políticos no saben
imaginar el futuro y tienden a no querer demorar sus recompensas, posponiendo
cualquier sacrificio personal para más adelante. Prefieren mejorar su
patrimonio aquí y ahora (corrupción), que cultivar una reputación bien asentada
que los honre al final de su sexenio o su trienio, según sea el caso, en
beneficio de su hoja de servicio o trayectoria profesional.
3.- Los políticos suponen, más de
la cuenta, que la mayoría de la gente piensa igual que ellos y que la empatía popular
se produce sin mayores complicaciones. Este autoengaño se conoce en psicología
como el “falso consenso”: creer que los demás están de acuerdo o simpatizan con
uno más allá de lo real.
4.- En su fuero interno, aunque no
lo aparenten, los políticos temen las críticas de la prensa y la evaluación severa
de su desempeño por parte de la opinión pública. Esta disonancia se debe a que
el ser humano sobreestima el grado en que los demás perciben sus debilidades,
taras y flaquezas. De ahí que los políticos padezcan frecuentemente ese
sentimiento de miedo llamado ansiedad.
5.- Los políticos tienden a
rodearse de gente afín, que se les parezca. A eso se le llama hemofilia: crean
su círculo cercano a su imagen y semejanza, con todo y las opiniones que escuchan.
Por autoafirmación, les gusta dar la última palabra y tener la razón siempre.
Cuando alguien les contraviene sus pensamientos o sus actos, lo ignoran o lo
apartan de su entorno (sé porqué se los digo). Y es que prefieren incubar en su
mente aquello que encaja en su patrón de ideas preestablecidas (si las tienen)
que convivir con lo que no embona en su marco de ideas y creencias.
6.- Los actores políticos tienen
que justificar cada acción tomada por ellos, especialmente si es controvertida,
aunque se compruebe que es un evidente error o un fiasco. El motor de esta justificación se conoce
en ciencia cognitiva como “la necesidad de la consistencia mental”. De manera inconsciente,
los políticos buscan esa consistencia mental en cada uno de sus actos de
gobierno, aunque a todas luces delaten las sombras del fracaso.
7.- Los políticos suelen desear
(por más que hablen en sus discursos del cambio), que las cosas se queden como
están: infra-valoran lo novedoso y no les provoca emoción lo nuevo. Y es que,
derivado de la llamada Ley de Yerkes Dodson, mientras más complejas sean sus
responsabilidades y funciones, más bajo será el nivel de emoción que pueda
tolerar un político, antes de que disminuya su nivel de rendimiento.
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